Los colores anaranjados del cielo dieron paso a un azul profundo, luego a un negro azabache. Un viento helado, como de costumbre, rozaba su piel. Theo se dispuso a poner a prueba su habilidad olfativa.
Los faroles emitían una luz cálida, mientras el olor a cera de abeja y aceite flotaba en el aire. Los candelabros de bronce se volvían cada vez más escasos a medida que avanzaba hacia el sur.
La transición era evidente: del bronce al hierro, y del hierro a la madera, cambiaban las fuentes de luz. La cera era sustituida por sebo de jabalí o incluso aceite de pescado, dejando un rastro de humo espeso y un hedor a quemado que resultaba nauseabundo.
Las casas de dos o tres pisos, con sólidas bases de ladrillo y elegantes acabados en vigas de madera o piedra tallada, daban paso —poco a poco— a construcciones de adobe y tablones mal trabajados, con escaso aislamiento. Las chimeneas eran reemplazadas por calderos y fogatas improvisadas, incluso fuera de las viviendas de los marineros más desprovistos, entre licor barato y comida de dudosa calidad.
Theo observaba el escenario. No estaba muy lejos de su hogar, pero su mirada era ahora más firme, más clara. Se mantenía al margen de vicios y hábitos inútiles; su madre le había enseñado a ser educado, gentil, honesto, y a ayudar a quien lo necesitara. Tal vez era ese mismo sentido de justicia el que lo impulsaba a ser un mejor hijo y a buscar aventuras que le brindaran historias para contar cuando llegara el ocaso de su vida.
Con un aire nostálgico —quizás por las realidades tan distintas que coexistían en la ciudad, sumadas al peso de la noche—, Theo se esforzó por enfocar su olfato en estímulos concretos. Habían pasado algunos días desde su sueño, y estaba convencido de que su habilidad sobrenatural tenía un potencial inexplorado. Debía entrenarse, perfeccionarla, aunque aún no supiera exactamente cómo.
Aprovecharía ese tiempo de descanso físico para agudizar su sentido. Sabía bien que sus limitaciones estaban presentes, y que después de algunos minutos la fatiga lo golpearía tan fuerte como aquel jabalí al que una vez enfrentó.
Se propuso concentrarse en la zona sur. Quería distinguir los olores frescos de los antiguos. Al llegar a casa, dejó el morral a los pies de su cama y se permitió examinar los restos de la hoguera donde tantas veces había cocinado.
El olor a carbón y la ceniza circundante encendieron un contraste claro con la leña seca, que ya comenzaba a agotarse. Probablemente, mañana saldría a cortar más y aprovecharía la ocasión para entrenar.
Los muebles despedían un aroma neutro, a madera sin particularidad. Las telas estaban manchadas, aunque no lograba distinguir el origen de la suciedad. Theo sentía que aún le quedaba mucho por aprender.
El hierro de su placa, que aún no había usado, y su arpón; la lana de las calcetas, el cuero del morral... todos esos olores eran fáciles de identificar. Sin embargo, en su pequeña casa —no más de veinticinco metros cuadrados— predominaban los aromas familiares, casi monótonos.
Afuera, todo cambiaba. Solo percibía el olor a madera local, barro y hierba seca de las casas vecinas, muchas de ellas maltratadas por el tiempo. Pero no podía distinguir los olores interiores de esas viviendas; al salir, se perdían, se entremezclaban en el aire, confundiéndolo. Su mente, sobreestimulada, no lograba filtrar ninguno en particular, y una punzada aguda le martillaba las sienes.
Tenía toda la noche por delante para seguir desarrollando su olfato...
Pasado un tiempo indefinido, su madre lo encontró dormido sobre la silla del comedor. Theo, con los ojos en blanco, los brazos caídos y la cabeza recostada sobre la madera, parecía un sonámbulo en trance. Con una pequeña risa, ella lo levantó con cuidado y lo llevó a su cama, arropándolo con suavidad bajo las cobijas ya desgastadas.
Al notar un bolso de cuero bien trabajado y algunas prendas colgando, pensó en despertarlo y preguntar... pero decidió no hacerlo. Confiaba en que, cuando él abriera los ojos, le contaría todo.
Y así fue. Theo despertó desorientado, recordando apenas que había estado meditando en la silla, intentando, con frustración, tamizar los olores exteriores, separándolos de los del interior de la casa. No había logrado precisar ninguna fuente concreta. Sin embargo, recordó que bajo el agua su capacidad para rastrear mejoraba ligeramente, aunque sus limitaciones físicas seguían siendo un obstáculo en esas circunstancias.
Mientras meditaba, aturdido, vio a su madre ponerse el abrigo, abriendo los ojos con sorpresa. Theo reaccionó rápido y le dijo:
—Madre, te traje unos regalos, toma.
Con agitación, desabrochó la correa del morral y le entregó un jubón de lana y un abrigo de cuero.
—¿De dónde sacaste todo esto? —preguntó su madre, verdaderamente sorprendida por la calidad. Esperaba algo más modesto y por un instante se preocupó, pensando que su hijo habría hecho algún trato con delincuentes, comúnmente llamados ratas de mar.
Al notar la preocupación, Theo agregó rápidamente, buscando calmarla:
—Vendí por buen precio las partes del jabalí, tenía ahorrado por el pulpo y un poco de mi cofre personal.
Era una mentira piadosa, pero confiaba en que su madre le creería.
—Pero esto supera lo que puede pagar un pulpo y un jabalí, ¿cómo lo lograste? —preguntó ella, abriéndose a la posibilidad de creerle.
Mientras abría el morral, Theo le entregó las botas junto con las calcetas, dudando si esto ayudaría a su argumento; sin embargo, añadió:
—Pasé toda la tarde de ayer regateando precios y visitando varios artesanos.
Sus palabras, casuales pero con algo de verdad, sonaban convincentes, mientras ayudaba a su madre a ponerse el abrigo sobre el jubón.
—No quiero que vuelvas a pasar frío —sentenció Theo para cerrar la explicación—. Son prendas buenas, pero nada ostentosas.
—Muchas gracias, hijo. Me alegra que hayas comprado para ti también, me habría sentido mal de otro modo —respondió ella, abrazándolo con ternura.
—Espero que tengas un buen día de trabajo —dijo Theo, despidiéndola con un beso en la frente en la puerta.
Mientras la figura de su madre se alejaba hacia el norte, comenzó a planear su nueva rutina de entrenamiento. Por las mañanas deambularía por distintos lugares, enfocando su olfato en puntos de interés.
Por la tarde intentaría encontrar algún oficio que le diera una recompensa acorde a sus habilidades. Se sentía novato en la caza y el rastreo, pero si perfeccionaba su olfato, quizás podría ganar algún renombre.
Dicho esto, fue a hablar con el viejo Rod. Quería entablar una conversación cerca de su casa con el objetivo de evaluar si podía oler algún artículo dentro del hogar, demostrando así una mejora en su talento.
Se levantó, se calzó las botas y partió con su abrigo viejo. Al llegar a casa, se lavó la cara con un balde de agua mientras remojaba en él su camisa de cacería, manchada de tierra y salpicada de sangre, frotándola con energía, hasta donde le permitían su costilla y brazo adoloridos.
Notó que estaba mucho mejor: su miembro superior casi no le molestaba, salvo cuando forzaba demasiado, y la costilla ya le permitía respirar profundo sin sufrir un dolor agudo que lo limitara.
Colgó la camisa dentro de la casa, donde la calidez de las brasas mantenía un poco tibia la mal aislada vivienda. Luego, cruzó el camino de tierra que había trazado con sus pasos y tocó la puerta del viejo Rod.
Toc, toc.
El golpe sonó seco, seguido segundos después por pasos lentos que abrieron la puerta desgastada.
—Vaya, el joven Theo viene a ver al viejo Rod. Dime, ¿necesitas la carreta otra vez? —sentenció el viejo, como si él solo acudiera para eso.
—Hola, señor Rod —respondió Theo con naturalidad—. Quería preguntarle si necesita algo, o si la carreta tiene las ruedas desalineadas.
Mientras hablaba, intentaba mirar dentro de la casa para practicar su olfato, pero solo alcanzó a ver a un hombre de avanzada edad, con cabello gris, una boina negra, ojos alegres aunque surcados por arrugas, espalda ligeramente encorvada y una dentadura con varios espacios vacíos.
Su cuerpo, algo rechoncho, combinaba bien con su personalidad: alegre y de buen ánimo, aunque de temperamento corto. Muchas veces lo había oído discutir con vecinos por asuntos mundanos.
Cerrando con cuidado la puerta mientras raspaba el suelo de tierra con su bastón, el viejo Rod miró al joven con renovados ojos.
—Oh, qué bueno que preguntas. Las ruedas las revisé y están en buen estado, pero me escasea la leña y mi cuerpo ya no aguanta para cortarla —dijo, sobándose la espalda—. La edad me juega en contra.
Theo sonrió nervioso. Sabía que el viejo era un aprovechador nato.
—Está bien —dijo Theo, inhalando profundamente de forma casual, intentando captar algún olor que se filtrara desde la vivienda del viejo Rod, pero no logró más que encontrar una barrera olfativa: madera, barro y sal. Solo percibía la fachada de la casa.
—Señor Rod, ¿le puedo pedir algo a cambio? —preguntó Theo con genuino interés, consciente de que el viejo había sido un experimentado marinero en su juventud.
—¿Qué podría ofrecerte yo, muchacho, que necesitas toda la fuerza y vigor que tienes? —respondió Rod, algo sorprendido, mientras ajustaba el maltratado abrigo de lana.
—Sé que recorrió los mares y aprendió mucho en sus viajes. ¿Tiene algún libro que me ayude a aprender sobre bestias marinas o a navegar en alta mar? —dijo Theo, apretando los puños con ansias de conocimiento.
—Ah, eso es —dijo Rod—. Déjame revisar.
Abrió brevemente la puerta para no dejar escapar el calor del interior. Entre ruidos de hurgueteo, muebles moviéndose y el abrir de un baúl, volvió a la puerta con un manojo de hojas desgastadas, atadas con un cordel de cuero trenzado.
Theo no percibió aromas desde dentro; sin embargo, al abrir la puerta, captó el olor a papel y cuero envejecido, junto al aroma de una pluma de escribir, un avance en su biblioteca olfativa.
Rod retiró la pluma que también estaba atada al manojo y dijo:
—No es fácil de conseguir. La pluma es mía, pero te puedo prestar estas hojas de mis apuntes. Te pueden ayudar.
Contó cada una cuidadosamente, asegurándose dos veces antes de entregarlas al muchacho.
—Gracias, señor Rod, pero hay un detalle —respondió Theo con un tono triste y casi reprochante.
—Cierto, lo olvidaba. Necesitarás aprender a leer y, de paso, a escribir —dijo Rod con naturalidad, aunque la mayoría de la gente era analfabeta y los artículos de librería un lujo inaccesible para muchos.
—Te propongo un trato —añadió astutamente el viejo, saboreando una transacción ventajosa para su ya agotada figura.
Antes de que Theo lograra hablar, el viejo Rod continuó tras una breve pausa:
—Necesito un mozo que me ayude en mis tareas diarias. No tiene que ser a tiempo completo, solo que pases por las mañanas a preguntar qué necesito y te daré alguna tarea menor.
Después de todo, Rod se dedicaba a reparar redes de pesca en el muelle y a limpiar las bodegas o mercados que su capataz le asignaba.
—¿Y luego de eso me enseñará a leer y escribir? —preguntó Theo.
—Exacto. Primero empezaremos con lo básico y, una vez domines esos temas, puedo enseñarte a escribir con pluma, como todo un clérigo, ja, ja, ja —rió Rod, tosiendo mientras proponía esa peculiar relación de beneficio mutuo.
Como un tiburón con peces rémora, el viejo Rod aprovecharía la juventud de Theo, mientras él aprendía algo casi exclusivo de las clases altas, como los mercaderes acaudalados.
Sin pensarlo más, Theo apretó fuerte la mano del viejo y aceptó el acuerdo.
Tomando los apuntes, evaluaba las imágenes que no entendía: líneas curvas y símbolos junto a dibujos de bestias y partes de barco lo alentaban, convencido de que aquel era el mejor trato que había hecho, muy distinto al del día anterior.