La mañana parecía transcurrir sin novedades. Theo desayunó con poco apetito, sentía el estómago contraído. Se lavó la cara y sus prendas, y luego habló con el viejo Rod, quien le encargó entregar unas redes en la zona de pescadores, al norte del faro sur.
Todo parecía en calma, pero mientras regresaba, su visión se tornó borrosa por un momento. Una voz onírica comenzó a hablarle, clara y precisa:
— Seré breve, muchacho. Nos llamamos La Cofradía del Viento Negro. Somos un grupo de socios que resolvemos conflictos por una módica suma o su equivalente. Contamos con corazón, mente y músculo, pero nos falta un miembro que pueda hacer lo que tú haces.
Theo se quedó paralizado. No percibió ningún cambio en el aire cercano; de hecho, amplió su rango sensorial para detectar algún olor humano, pero no encontró nada. Nadie estaba cerca, lo que indicaba que esta especie de hechicero se encontraba demasiado lejos de su radar.
— Actualmente —prosiguió la voz en su mente—, la Guardia Real nos pidió investigar unas muertes cercanas a los muelles, un grupo de borrachos, nada extraño. Pero su preocupación nos llamó la atención. Podría haber algo jugoso detrás de todo esto.
— ¿Qué quieren de mí? —preguntó Theo en voz alta, pareciendo un loco hablando con las rocas saladas.
— Solo necesito tu instinto. Parece que el rastreo es lo tuyo. No sé si tienes visiones, oyes voces (no la mía, claramente), o tomas pociones que te hacen ver jabalíes voladores —sentenció firmemente en su mente.
— Lo que sea que tengas y sirva para localizar lo que busco, es bienvenido.
Cuando Theo llegó a la casa del viejo Rod, preguntó una última cosa:
— ¿Qué hago ahora? —dijo mientras golpeaba la puerta.
— Al atardecer, busca la daga en tu espalda —respondió la voz.
La puerta se abrió, y el viejo Rod, aliviado de no tener que cargar más cosas al puerto, saludó con una sonrisa:
— ¿Qué decías, Theo? Juraría que hablabas... o ¿estás delirando? —dijo mientras dejaba pasar al confundido muchacho.
Theo desechó los pensamientos intrusivos y aprovechó la ocasión para concentrarse en su clase de lectura. Hoy, por fin, había logrado unir algunas palabras. No fueron más de una decena, pero el joven mostraba un avance seguro, resultado de su edad y su actitud para aprender.
Luego de despedirse del viejo Rod, Theo fue a tasar algunas cosas para la casa y a comprar la comida que necesitaba para la cena.
La tarde en la ciudad era como un arrecife de coral: llena de gente, colores y vida, gritos, conversaciones, risas, altercados, peleas, y hasta guardias reprendiendo a algún malhechor. La ciudad siempre mantenía un ritmo frenético; Ledia nunca prometía aburrirse.
Mientras cargaba un saco con tentáculos de calamar dentado, patatas, olivos y limones del mercado principal, aprovechó para ampliar su catálogo de olores. Detectó el de una bestia colosal que rara vez se ve: un cangrejogro.
Según el vendedor, acababan de recibirlo y ya lo estaban procesando para remover sus partes. El espécimen, transportado por una carreta de hierro y jalado por seis caballos más altos que un marinero promedio, descansaba bebiendo agua.
El cangrejogro medía al menos tres metros de altura. Sus patas quitinosas le conferían esa impresionante estatura, y sus tenazas, híbridas entre dedos grotescos en una mano y una pinza descomunal en la otra, eran una maravilla aterradora. En su cabeza sobresalían dos anténulas, con pequeños ojos a los lados de su rostro.
Su cuerpo estaba protegido por una coraza, y su figura de ogro le otorgaba brazos anchos, un torso fornido y una defensa casi impenetrable. Su espalda estaba adornada por pequeñas patas espinosas, que le servían para moverse con agilidad.
Mientras nuevas conexiones neurosensoriales se formaban en el cerebro de Theo, este sabía que debía seguir adelante; hoy debía conocer más sobre el mundo, pero también colaborar en casa.
Se detuvo en una tienda de carpintería, extasiado por los finos muebles. Los acabados eran sobresalientes y la madera de todo tipo emanaba aromas que Theo interpretaba como laca, barnices de resina y aceites.
Añadiendo más conocimiento a su enciclopedia mental, Theo preguntó por los precios, solo para caer de espaldas al escuchar la respuesta:
— ¡5 krakens de oro por cada cama! —exclamó, incrédulo.
— Debe ser una equivocación —pensó el joven, mientras el vendedor le explicaba:
— Es madera ancestral del bosque norte. Es difícil de conseguir debido a las bestias, y trabajarlas requiere de herramientas, obreros y artesanos calificados.
Enojado, Theo salió de la tienda de carpintería, pero antes de irse, su estómago, ya más tranquilo, rugió fuertemente, obligándolo a apretar su abdomen con ambas manos.
— Parece que ahora sí tengo hambre —murmuró, guiado por su nariz hasta algún puesto del mercado para comer algo fresco.
Mientras se concentraba en comer bien para volverse fuerte y saludable, Theo también se encargaba de llevar la contabilidad. Por el momento, no tenía ingresos, solo pérdidas. Así que pidió una porción contundente y barata de pez meruc, acompañada de un par de manzanas para equilibrar la comida, junto con agua dulce y fresca.
Devorando ávidamente, como en los buenos tiempos, Theo masajeó su estómago, disculpándose mentalmente por haberlo privado de comida debido a sus emociones negativas.
Cuando se levantó del puesto de comida callejero, un eco resonó en su memoria: «Al atardecer, busca la daga en tu espalda».
Consternado, intentó ahondar en sus recuerdos. La única daga que había visto era aquella que se clavó en la mesa la noche anterior.
— Los metales no suelen tener un olor tan distintivo —pensó. Sin embargo, si su memoria no le fallaba, el mango de la daga estaba hecho de tiras de tiburón oscilante, lo que le resultaba extrañamente familiar, igual que su morral. Forzó su nariz a captar el olor.
Un aroma graso, metálico y salino estalló en su cerebro, mareando sus sentidos. Theo tambaleó, sujetándose la cabeza con una mano. Pero, con esfuerzo, se estabilizó, mostrando una expresión iluminada en su rostro.
— ¡Te tengo! —dijo para sí mismo, con suma precaución para no delatar su talento. Respiró profundamente, controlando su agitación, mientras procesaba los olores cercanos del mercado y de la población.
Sudor, sangre, pescado, calamar, heces, orina, barro salado, arena... y muchas náuseas comenzaron a revolver su estómago.
Sin querer perder lo que acababa de comer, Theo concentró su olfato, filtrando solo el aroma a cuero añejo, metálico y salino que provenía de la empuñadura del arma.
Poco a poco, los olores se disiparon, y solo quedaron unos pocos que coincidían con su descripción. Se dirigió hacia la zona centro, con la intención de minimizar las interferencias y poder deducir el lugar exacto donde debía buscar.
Ya con menos distracciones y separando sus objetivos, solo quedaban dos pistas que podía seguir. Sin embargo, decidió descansar un poco. Prefería darle tiempo a su estómago para asentar el almuerzo y a su habilidad para recuperarse, ya que una incipiente jaqueca comenzaba a amenazar con hacerse presente.
Quedando ya pocos minutos de luz natural, Theo retomó su cacería, siguiendo con destreza el rastro dejado por la fragancia a cuero graso, una clara señal de lo mucho que había mejorado su olfato.
Solo podía seguir esa pista, después de todo, el rango de su habilidad era limitado. Desde el mercado, las señales eran muchas, pero al llegar al centro, solo quedaban dos, y al final, solo una resultaba ser la correcta.
Al llegar a la tienda de un sofisticado artesano, Theo notó que la daga que había estado buscando estaba en exhibición sobre el mostrador, lo que le indicaba que había fallado en su rastreo. Sin embargo, el objeto era el correcto.
Un sabor agridulce se quedó en su boca mientras regresaba molesto al centro de la ciudad. Ahora tenía tres pistas, pero al descartar una, solo quedaban dos, de las cuales una era nueva.
— ¡Maldición, otra vez! —gruñó, enfadado por el esfuerzo y la falta de tiempo.
Pero el joven no se dejaría vencer tan fácilmente. Sin miedo a las consecuencias y olvidándose de la fatiga, concentró todo su cuerpo en la nariz. Cerró los ojos, buscando ese único aroma, esa única pista, solo una…
Un hilo de sangre comenzó a correr por su fosa nasal. No podía oler nada más. El abuso de su talento había provocado un sangrado constante. Rápidamente, rasgó un trozo de su camisa para detener la hemorragia.
Sin embargo, recordó perfectamente dónde estaba el olor, el mismo que había percibido la noche anterior.
Con paso firme, Theo se adentró por un callejón debajo del nivel de la calle, cerca del puerto, llegando a un cruce de cajas y barriles, con manchas de vino dispersas en el camino de piedra.
Una voz familiar surgió de entre las sombras.