Sueños y promesas: Rotas

Lince desapareció. Nada nuevo para Theo, quien ya había aprendido que seguirle el rastro era casi imposible.

Pocos minutos después, una vez recuperado el aliento, Lince regresó acompañado de un hombre de cabello entrecano.—Así que a esto nos enfrentamos... —dijo el hombre sin rastro de sorpresa. Observó detenidamente a la bestia, inspeccionando cada rincón del cadáver con mirada experta y decidida. Finalmente, habló:

—Un hombre lagarto. Un vigía, claramente. No es tan grande ni corpulento... Si ya están en las alcantarillas, será difícil ubicar el nido. Debe haber una docena como él. —Hizo una pausa, como si conectara ideas en silencio, y luego miró fijamente a Lince—. Lo extraño es que atacaran en manada. Parecen tener un objetivo, aunque todavía no queda claro cuál.

—Hoy encontramos otra masacre en la zona centro-norte, cerca del final del muelle —dijo Lince, su voz cargada de tensión—. Entraron a una casa, devoraron a una pareja con sus hijos.

—Necesitamos los planos de las alcantarillas, guardias que vigilen las posibles salidas y un toque de queda nocturno para evitar más muertes —añadió, su tono firme y directo, casi militar. Sus palabras calaron hondo en el guardia real, como si emanaran autoridad natural.

—Siempre tan pragmática... Está bien —respondió el hombre, asintiendo con gravedad—. Doblaré la guardia en cuanto establezcamos los puntos críticos. Los llevaré con el arquitecto. Acompáñenme.

Debajo de sus pies, en las profundidades de las cloacas, un chillido agudo resonó entre las paredes húmedas. Una cantidad indeterminada de hombres lagarto hacía vibrar los pasadizos con su marcha.

Una colosal bestia reptaba por los túneles, desplazándose hacia el sur. Su tamaño apenas le permitía avanzar por las angostas galerías. Nada hacía presagiar lo que estaba por venir.

La noche ya había caído, y las luces volvían a adornar la ciudad de Ledia. Poco a poco, la gente se resguardaba del frío, entrando en sus casas o refugiándose en los bares.

Theo caminaba junto a Lince y el hombre desconocido.

Al llegar a una casa ostentosa, adosada al edificio del ayuntamiento en pleno centro, el hombre dio dos golpes firmes a la puerta.

—Soy yo —anunció. No alcanzó a incorporarse del todo cuando la puerta se abrió. Dos guardias reales flanqueaban el interior, abriéndoles paso con firmeza.

El salón estaba elegantemente iluminado por candelabros y velas de excelente calidad. En el centro, un amplio mesón de trabajo se alzaba cubierto de rollos de pergamino, escuadras, compases, plumas y lápices de grafito cuidadosamente envueltos en cuero.

Junto a la mesa, un hombre alto y delgado se volvió hacia ellos. Llevaba lentes de gruesos cristales con montura metálica, que magnificaban sus ojos grises. Su cabeza, calva al centro, conservaba mechones laterales completamente blancos, y su rostro reflejaba la mirada analítica de un intelectual.

—Bienvenido, maestre de campo general —dijo, inclinándose con respeto, mientras los guardias replicaban el protocolo en sincronía.

—No hace falta, señor Kovlon —respondió con modestia la máxima autoridad militar—. Me acompañan agentes de la cofradía; como sabes, el asunto es serio.

—Ya veo… Bueno, ¿en qué puedo ser útil? —preguntó mientras se limpiaba las manos manchadas de carboncillo con un trozo de tela.

Lince dio un paso al frente.

—Necesitamos un plano detallado de las alcantarillas, con todos los puntos de acceso y los estanques —dijo con una voz tranquila, pero sin rodeos.

—Muy bien. No hace mucho trabajamos en eso. Denme un momento… —murmuró, revolviendo un estante atiborrado de papeles. Tras unos segundos, extrajo un rollo enorme.

—Aquí tienen —dijo al desplegarlo sobre la mesa—. Es un plano completo de Ledia, con toda la red de alcantarillado y las desembocaduras, que desembocan en el mar —añadió, señalando con el dedo el final de las fosas.

—Necesito que marques los puntos de ingreso, los estanques y cualquier área donde se haya hecho mantenimiento o intervención reciente —pidió Lince con un tono seguro, dejando en evidencia un conocimiento técnico que impresionó a Theo, quien apenas lograba entender algunas palabras entre tanto lenguaje especializado.

En apenas unos segundos, el arquitecto trazó círculos alrededor de los puntos de ingreso y marcó con una “X” los estanques. Luego de confirmar la información, el maestre de campo general asintió con decisión.

—Bien. Desplegaré a mis hombres en los puntos del norte, siguiendo el patrón de ataque de esos hombres lagarto. Ustedes inspeccionen los estanques. Necesito saber cuántos hay... y si enfrentamos una amenaza aún mayor.

La orden, emitida con voz grave, llenó la sala. Lince asintió y jaló a Theo fuera del edificio. Ya en el exterior, lo miró fijamente.

—Sé que tienes miedo, tu cuerpo entero me lo grita. Eres nuevo, un muchacho... Pero este tipo de cosas ocurre todos los días. Solo que ahora la venda de tu inocencia ya no podrá ocultártelo.

Las palabras, frías pero certeras, atravesaron el pecho de Theo como una flecha. Fue un golpe de realidad que pocas veces se había atrevido a enfrentar. La zona sur siempre había sido cruel: alcohol, violencia, asesinatos y robos eran el pan de cada día. Sin embargo, su madre se había esforzado por mantenerlo lejos de los lugares peligrosos, y él mismo evitaba las zonas marcadas como puntos rojos en aquel olvidado extremo de la ciudad.

—Regresa a casa. Come, descansa... y mañana retomas tus funciones de rastreador —ordenó Lince. Ya con el mapa memorizado, por ahora no necesitaba más al joven Theo.

—Entiendo —respondió con una voz apagada, mezcla de agotamiento y resignación. Sabía que la amenaza de hoy era solo un reflejo de todo aquello que tanto había evitado.

Sin decir más, Theo se alejó caminando, con el rostro vacío y la mente atrapada en un remolino de pensamientos. ¿Cómo podría ayudar a tanta gente sin ponerse en riesgo?

Una propuesta ambiciosa, sí… pero con una chispa de esperanza, deseaba que su habilidad creciera junto con él, otorgándole más herramientas para enfrentar el crimen.

Se retiró las telas que cubrían su nariz y, de inmediato, el aire cargado de aromas diversos lo golpeó con mayor intensidad. Eran los mismos que había percibido en la escena del siniestro.

Barro. Madera. Musgo. Alcohol. Sangre. Sudor. Saliva putrefacta. Vidrio. Orina ácida.

Todos esos olores... provenientes del horizonte, justo desde los límites del sur, donde estaban su casa… y la del viejo Rod.

Su rostro se crispó. Una oleada de adrenalina recorrió su cuerpo. Sin pensarlo, aceleró el paso hasta convertirse en carrera.

—Madre… —sollozó, mientras corría directo hacia la zona sur, atravesando varios cientos de metros con desesperación.

A medida que se acercaba, el olor a humo y hierro se volvía más intenso. Gritos aislados llenaban el ambiente de caos, y múltiples rastros de saliva putrefacta mezclada con sangre activaban todas sus alertas. 

Fue ahí donde contempló el cuadro: casas encendidas en llamas, cuerpos mutilados, gritos de auxilio, algunos luchando con hachas y palos, mientras hombres lagartos, más grandes que el que vio en la alcantarilla, desgarraban con sus garras los vientres de los defensores.

Su casa, que estaba iniciando un incendio en su pobre techumbre, instó a Theo a abrir la puerta, sin necesidad. Estaba destrozada, en el interior, un hombre lagarto gigante de dos metros y medio, que sostenía el cuerpo sin vida de su madre, mientras devoraba sus interiores ferozmente.

El mundo parecía cerrarse, a la vez que se alejaba. Los sonidos que antes abrumaban sus sentidos, parecían murmullos, mientras sus ojos perdieron el brillo, sus piernas cedieron, a la vez que la mirada, sin vida de su madre, se enfocaba en él.

Su respiración era profunda, errática, mientras sus ojos se inyectaban en sangre, casi saliendo de sus cuencas, derramando saliva de su boca, mientras sus dientes rechinaban de la fuerte mordida. Sin controlar sus emociones e ignorando la situación, Theo gritó.

Un alarido desesperado, resultado del flujo de emociones nunca antes expresadas, una tristeza inexplicable sumada a una ira incontenible.

Theo derramó lágrimas a la par que escupía, se desplazó rápidamente donde estaba el arpón y, con un movimiento ya conocido, apuñaló hacia la bestia sin dudar.

La madera se rompió bajo la fuerza incrementada de Theo; tristemente, el hierro no logró penetrar siquiera el abdomen del hombre lagarto, quien se percató del joven, mientras soltaba los restos de la mujer.