—¡Buenos días, Yorh! ¿Para dónde vas tan temprano?
—Voy a visitar al viejo Frank. Desde hace días no se sabe nada de él.
—Oh… bueno, espero que esté bien. Salúdalo de mi parte, ¿sí?
—Claro. Nos vemos, feliz día.
El camino a la cabaña de Frank era estrecho, bordeado de ramas torcidas que crujían incluso sin viento. El tipo era excéntrico, sí, pero también buen conversador. A veces me contaba cosas raras —mitos, desapariciones, textos antiguos—. Siempre pensaba que eran tonterías… hasta que dejó de salir.
Llegué.
La puerta estaba cerrada, pero sin seguro. Algo ya me pareció mal.
Empujé suavemente.
—¿Frank? —llamé—. ¿Estás ahí?
La cabaña olía a polvo viejo, como si el tiempo se hubiera detenido al otro lado del umbral. Pasé al cuarto. Todo en su lugar. Sus libros, su gato dormido a los pies de la cama. Pero él…
Estaba tendido.
No dormido. Quieto. Demasiado quieto.
—¿Frank...? Viejo, llevas días durmiendo, ya es hora de que despiertes… —me acerqué—. Frank… oye, vamos, que me estoy preocupando…
No.
No respiraba. Su piel estaba fría como la madera húmeda.
Su mano derecha sujetaba con fuerza una carta. No parecía reciente. El papel estaba envejecido, amarillento… y sin embargo no era el tipo de papel que uno esperaría de un hombre moderno.
Parecía... sacado de otra época. Quizá un recuerdo. O algo más.
No pude evitar echar un vistazo. No leí el contenido completo, pero reconocí de inmediato los mismos símbolos que había visto una vez, en un libro que Frank me mostró hacía años. Símbolos que no pertenecían a ningún alfabeto humano.
Volví a cubrirlo con la sábana.
—Iré al pueblo… alguien debe saber lo que pasó aquí.
Pero mientras salía, sentí que algo me observaba. No desde dentro de la casa.
Sino desde afuera, más allá del campo, justo donde comenzaba la niebla de las colinas.
Allí donde, alguna vez, algo alzó el vuelo con un cuerpo entre sus garras.