[Entrada del diario – Frank, Inglaterra, 1795]
Hoy fue un día largo, pero no por cansancio físico, sino por el tipo de pensamientos que uno arrastra como piedras amarradas a la mente. De esos que empiezan como una leve incomodidad y terminan convirtiéndose en compañía silenciosa.
La mañana fue como cualquier otra. Desperté con el maullido ronco de Sultán que, como buen tirano doméstico, exigía su ración de comida sin la más mínima cortesía. Le serví, murmurando alguna queja que, por supuesto, él ignoró. A veces creo que ha estado conmigo toda mi vida, incluso antes de que lo adoptara. Hay algo en su mirada que no parece del todo animal. Algo… testigo.
Después de limpiar un poco la cocina y revisar mis notas en la mesa, salí a estirar las piernas. En el camino me encontré con el señor Eddleton, un hombre de unos sesenta años que vende huevos en el mercado. Su esposa falleció hace cuatro años y desde entonces vive solo, aunque todos juran que conversa en voz alta durante la noche. Él dice que es para no volverse loco. Algunos creen que habla con el espíritu de su difunta esposa. Yo no juzgo.
—¡Frank! ¿Has oído ese zumbido en las noches? —me dijo mientras colocaba su canasta sobre el muro de piedra que bordea el camino.
—¿Zumbido?
—Sí… como un enjambre, pero no hay insectos. Viene desde abajo, desde la tierra. Te lo juro por mi difunta, no es imaginación mía.
Le respondí con un gesto vago. No porque no le creyera… sino porque yo también lo he oído.
Pasado el mediodía, Roshaum vino a visitarme. Tenía barro en las botas y hojas secas en el sombrero. Siempre aparece cuando menos lo espero, como si tuviera una brújula interna que apunta hacia mis momentos de mayor aislamiento.
—Viejo amargado, ¿estás escribiendo otra vez sobre monstruos invisibles?
—Hoy solo escribo sobre ti, para no olvidarme de lo insoportable que eres —le dije, sin levantar la vista.
Nos sentamos en el porche. El cielo estaba opaco, y aunque no llovía, el aire tenía ese olor que anuncia agua. Roshaum me habló de un niño que apareció en las afueras del pueblo, cerca del bosque. Estaba descalzo, mudo, y tenía las manos cubiertas de algo que no era sangre, pero tampoco barro. Nadie supo de dónde vino. Se quedó una noche en la iglesia y al día siguiente desapareció. Solo quedó una marca en el suelo donde durmió: una espiral mal formada, quemada en la madera.
—Ese tipo de cosas pasan cuando dejas entrar lo que está allá afuera —murmuró Roshaum, mirando hacia las colinas.
No respondí.
No porque no tuviera nada que decir, sino porque no quería confirmar que yo también había visto algo moviéndose allá arriba, justo antes del amanecer.
Al caer la noche, volví a mi mesa. Revisé mis apuntes, pegué un nuevo recorte al muro: la descripción de una criatura alada grabada en una lápida sin nombre, hallada en una iglesia olvidada. Era la misma silueta que vi semanas atrás, alzándose en la colina.
Sultán se subió a la mesa y se sentó sobre los mapas. Como siempre, indiferente. Pero esta vez, antes de dormirse, miró fijamente la esquina de la habitación vacía. Yo también la miré.
No había nada.
Nada visible.
Cierro esta entrada por hoy.
Pero algo me dice que pronto… vendrá otra noche sin sueño.