capitulo:11 el sabor del trigo

Me desperté con el ronroneo de Sultán sobre el pecho. El muy tirano ya exigía su comida diaria con una mezcla de impaciencia y nobleza, como si alimentarlo fuese una obligación ancestral.

—Hum… Sultán —murmuré, aún adormilado.

Curiosamente, estaba más cariñoso de lo habitual. Había algo extraño en él. No sabría decir si fue una reflexión felina o simple hambre, pero me restregó la cabeza contra el mentón antes de bajarse de un salto.

No me podía quejar, últimamente las cosas marchaban bastante bien. Incluso decidí pagarle dos pecados al pobre diablo: compré pescado fresco y un poco de leche para variar su rutina.

Me levanté, preparé huevos con cebolla, un vaso de jugo de naranja y dos sándwiches de mermelada de frambuesa. La casa olía bien, y por una vez no me pesaban los días.

Entonces, alguien llamó desde afuera.

—¿Oiga, joven Frank? ¿Está en casa?

Abrí la puerta.

Era el vecino del este, un campesino ya mayor, con las manos curtidas y la camisa manchada de tierra y sudor. Llevaba un sombrero hecho jirones y una expresión amable.

—Hola, vecino. ¿Necesita algo?

—Verá, estoy recolectando el trigo antes de que llegue el invierno. Me preguntaba si podría echarme una mano…

Su aspecto era rudo, pero no me importaba. Nunca he sido quisquilloso con la tierra o el trabajo físico. En realidad, siempre he valorado a quienes dedican sus días a luchar con el suelo, el clima y el tiempo.

—Por supuesto, si me espera a que termine de desayunar, podemos ir juntos.

—Ah, sí, no hay problema, joven Frank.

Lo invité a pasar.

—¿Un jugo de naranja? ¿Un sándwich?

—Pues no he desayunado. Mi esposa aún no me trae nada —dijo, frotándose el estómago.

Le serví con gusto, y tras una breve charla sobre la estación, el clima y los zorros que merodeaban últimamente por los gallineros, nos pusimos en camino.

Antes de salir, le dejé la comida a Sultán, que me observó desde la ventana con ese aire suyo, entre sabio y egoísta. De nuevo, más afectuoso de lo normal. No sé si algo le inquietaba… o si sabía algo que yo no.

El campo de trigo era dorado, inmenso, agitado por una brisa suave que parecía susurrar cosas en un idioma olvidado. Comenzamos a trabajar, cortando, atando, acumulando. El sol avanzó sin que lo notáramos. A las seis de la tarde habíamos dejado la tierra desnuda, como un cadáver recién enterrado.

Al final de la jornada, el campesino me ofreció tres monedas de oro, dos de plata y cinco de cobre. Rechacé el pago con una sonrisa.

—Lo hice por ayudarle, no por dinero. No se preocupe.

El anciano sonrió con gratitud, aunque sus ojos temblaron un segundo. Como si el gesto lo conmoviera más de lo normal.

—Entonces llévese este saco de trigo, aunque sea. Si no, no voy a dormir tranquilo esta noche.

No tuve fuerzas para discutir. Lo acepté. Pero al tocar el saco, sentí algo duro en el fondo, como si algo más estuviera mezclado entre los granos.

No lo abrí en ese momento.

Volví a casa con el trigo al hombro. Sultán me recibió como un emperador. Ronroneó y me siguió hasta el comedor, donde dejé el saco a un lado. La noche estaba por caer, y desde el porche, el viento traía consigo ese zumbido lejano que el señor Eddleton había mencionado hace días.

Un zumbido que no podía ser de insectos.

Venía desde el suelo. Desde lo más hondo.

Mañana revisaré el interior del saco.

Y tal vez… tal vez vuelva a escribir sobre lo que encontré.