capitulo:12 ojos estelares

Esta mañana, al fin me decidí a revisar el saco de trigo que el vecino me regaló. Había algo en su fondo que no dejaba de inquietarme desde ayer, un peso irregular que no coincidía con la ligereza del grano.

Volqué el saco con cuidado sobre la mesa. El trigo cayó como una cascada dorada, pero al final, entre los últimos restos, algo resonó con un sonido metálico seco.

No era uno, sino seis pequeños lingotes de plata, perfectamente rectangulares, limpios, sin ningún sello visible. Los tomé con las manos temblorosas, no por codicia, sino por la sensación de haber encontrado algo que no pertenecía allí.

Decidí devolverlos de inmediato.

El camino hasta la casa del vecino fue tranquilo. El día estaba nublado, y el viento movía las hojas con un murmullo que no era del todo natural. Llamé a la puerta con suavidad, y al cabo de unos segundos, el anciano salió, secándose las manos con un paño.

—¡Ah, joven Frank! Qué sorpresa. ¿Todo bien?

Le mostré las barras en mis manos.

—Estaban dentro del saco. Supuse que no lo sabía.

El hombre entrecerró los ojos, confuso. Luego los abrió con una mezcla de asombro y repentina comprensión.

—¡Cielos benditos! Ahora lo recuerdo… cuando estábamos trabajando en el campo, encontré algo duro entre los surcos. Pensé que era una raíz o piedra, pero cavé un poco y aparecieron esos lingotes. Los metí dentro del saco vacío para traerlos después.

Pero luego lo llenamos de trigo y… sinceramente, lo olvidé por completo.

Suspiró, sonriendo.

—Gracias por tu honestidad. De verdad.

Me invitó a pasar, y compartimos una taza de té caliente con pan recién horneado por su esposa, que acababa de llegar del mercado. Charlamos de cosas simples: las lluvias próximas, los zorros, las historias antiguas del pueblo. Me sentí bien. Una parte de mí se preguntó si estos días tan tranquilos eran los últimos antes de algo que aún no comprendía.

Antes de irme, el vecino insistió en que me quedara con una de las barras de plata.

—No acepto un no por respuesta. Es tuya, por tu honradez.

No discutí. Algo en su voz no admitía réplica.

Ya de regreso a casa, pasé cerca del pastizal donde habíamos trabajado. El viento soplaba más fuerte allí, y la hierba alta se movía en ondas lentas. Al mirar al frente, me detuve.

Había alguien —o algo— de pie en medio del campo.

No se movía. Solo estaba allí, inmóvil, como si hubiese estado observándome desde antes que yo lo notara.

Una figura alta, delgada, con una silueta extrañamente desproporcionada. No pude ver su rostro. No quise verlo.

El miedo me recorrió la espalda como un relámpago.

Eché a correr sin pensarlo.

A lo lejos, mi casa se dibujaba como un refugio.

Sultán me esperaba en el porche, sentado como una esfinge, pero en cuanto me vio, saltó de un brinco y se erizó por completo, soltando un gruñido grave que jamás le había oído.

El ser… me seguía.

No corría. Caminaba. Pero su andar era demasiado recto. Demasiado preciso.

Fue entonces que ocurrió algo aún más extraño.

Los ojos de Sultán brillaron con un azul profundo, como si contuvieran estrellas. No era un reflejo. No era luz natural. Era como mirar a un cielo que no pertenece a este mundo.

El ser se detuvo.

Un instante eterno pasó.

Y luego… huyó, internándose en los matorrales sin hacer ruido, sin romper ni una brizna del trigo.

Yo no dije nada.

Sultán volvió a su sitio como si nada hubiera pasado, pero sus ojos tardaron varios minutos en perder ese fulgor.

Esta noche… cerraré las ventanas.

Y dormiré con la barra de plata bajo la almohada...