La Granja

Julio jugaba con sus hermanos mientras comenzaba la penumbra, como se conocía a ese momento mágico en que el sol se escondía detrás de los asteroides antes del anochecer, despidiendo el día y saludando la llegada de la noche.

Gritos, risas y el sonido de los chapoteos en los charcos se sumaban al murmullo del viento y al susurro de las hojas causado por la brisa que se estaba intensificando. Una pelota surcaba los cielos mientras, muy en lo alto, las nubes se cerraban, oscureciendo más el ambiente en la granja y anunciando el comienzo de la época de lluvias.

—Niños, en un momento estará la cena —gritó la madre de los niños desde la ventana de la cocina que, a pesar del viento en contra, su voz viajaba lo suficiente para ser escuchada por los pequeños.

Los cinco hermanos, dos varones, Julio y Marco; y tres hembras, Teresa, Ana y Marta, respondieron a su madre pidiéndole que los dejara jugar un rato más.

—Julio, pásame la bola —gritó Teresa moviendo los brazos para llamar su atención.

Teresa, quien recién cumplió 6 años, se parecía cada vez más a su madre, desde sus ojos color miel hasta su piel oscura y su cabellera negra lisa.

—Tú puedes, atrápala —gritó Julio antes de lanzar la pelota, obligando a Teresa a correr.

Con un salto intentó atraparla en el aire, estirando lo más que pudo sus dedos; aun así, no pudo alcanzarla, fallando por centímetros. Tanto la bola como Teresa cayeron al suelo. La niña tuvo la mala suerte de caer sentada por perder el equilibrio al aterrizar. A diferencia de Teresa, la bola aterrizó en un charco de lodo que solía formarse en esa zona durante la época de lluvias.

—Oh no, la bola se ensució —reclamó Ana, la más pequeña de todos.

—Ni modo, Julio, te tocará ir por ella —dijo Marco, el mayor de los cinco.

—¿Pero por qué yo? —dijo Julio en un tono de reclamo.

—Tú la tiraste, tú la recoges —respondió Marco con la autoridad del hermano mayor.

—Pero Teresa no la cogió, es su culpa —reclamó Julio, señalando a Teresa para evitar tener que enlodarse.

—A mí no me metas, nadie te dijo que la lanzaras tan alto —refutó Teresa con autoridad.

—Está bien, iré por ella —dijo Julio, disgustado, aceptando que había perdido la batalla—. Lo haré solo porque soy un caballero.

Luego de suspirar y contar hasta ocho en su mente, caminó hacia el charco lleno de lodo donde la pelota se encontraba. Su temor se basaba en que estos charcos podían ser engañosos y, si tenía mala suerte, su zapato quedaría atrapado por un buen tiempo hasta que el lodo se secara. Y por la forma en que la temporada de lluvias actuaba, con lluvias y temporales de forma aleatoria, dificultaba predecir si el charco se secaría en un día o más, dejando atrapado su zapato por quién sabe cuánto tiempo.

Con temor dio el primer paso y agradeció a los dioses náhuatles que el lodazal fuera poco profundo, al menos en el primer paso. Sin embargo, en el segundo, su pie quedó atorado.

«Qué mala suerte», pensó Julio.

—¿Está todo bien? —preguntó Marco.

—Me atoré —dijo Julio.

—Ya te ayudo —respondió Marco, corriendo hacia él y extendiendo la mano para ayudarle a salir del aprieto.

—Mi zapato —dijo Julio, desesperado al ser sacado del apuro, pero su zapato quedó en el lodo, hundiéndose.

—No te preocupes —dijo Marco—. Mañana sacaremos tu zapato. Creo que después del mediodía ya se habrá secado la mayoría del charco.

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Julio tuvo problemas para dormir, no solo por la pérdida de su zapato, sino porque también se fue a la cama sin cenar, como parte del castigo que sus padres le impusieron por el descuido.

Calculó el tiempo para que sus padres se durmieran y, sin hacer mucho ruido, según él, salió de su cuarto hacia los pasillos de la casa principal de la granja. Al ser construida con madera, luchaba una batalla perdida por no hacer ruido. Por más que lo intentaba, la madera lo delataba con cada paso.

No se preocupaba por despertar a su padre, ya que este había bebido un par de tragos antes de dormir. Su padre no solía beber mucho; es más, Julio nunca había visto a su padre ebrio.

Desconocía por qué a los adultos les gustaba el vino; para él, era una bebida desagradable y nunca pudo superar el recuerdo del día en que su padre y sus hermanos compartieron una botella de vino porque Marco insistió en que quería probarlo.

La sensación de sequedad en la boca, el sabor dulce con toques amargos que no podía clasificar, y la reacción de su cuerpo a cada sorbo, similar a un escalofrío que se originaba en su estómago y se esparcía por todo su ser, le resultaban desagradables. Lo peor ocurrió al día siguiente: dolor de cabeza, debilidad corporal y vómitos repentinos que ocurrían sin motivo aparente, lo que le hizo detestar el vino para siempre y jurar que nunca más lo bebería.

Ese día, su padre no se mostró ni molesto ni orgulloso al ver a Julio; solo le dijo:

—La resaca que tienes, será suficiente lección para tu vida por el momento —con ello, le enseñó la importancia de saber decir «no, ya no quiero» o «no, muchas gracias, es suficiente»—. En la vida es crucial establecer límites, ya que las acciones de otros te pueden causar consecuencias que te afectan a corto o largo plazo.

Su madre, por el contrario, les recomendó a todos que tenían que aprender a consumir con moderación lo que se estuviera sirviendo:

—Hay situaciones o momentos en los cuales decir «no» podría ser considerado rudo o mal visto por los anfitriones del evento.

Por muy contradictorio que sonara en contraste con su padre, quien era una persona dura a quien no le importaba la opinión ajena, el mensaje de la madre se basaba en aprender a navegar los turbulentos ríos de las interacciones sociales.

El pensamiento de Julio regresó a su tarea original cuando el majestuoso sonido de la lluvia golpeando la casa le brindó la oportunidad de moverse más rápido, permitiéndole así llegar a la cocina con un objetivo claro: el refrigerador, donde le esperaba un tesoro de posibles sobras de la cena, o quizás una pequeña porción de jamón o queso. Para su sorpresa, su zapato sucio y lleno de lodo estaba encima de la mesa; no entendía por qué se encontraba allí, ya que todos dormían y la puerta principal se cerraba con llave todas las noches.

No creía que ninguno de sus hermanos saliera de la casa para sacar el zapato del lodo y lo pusiera en la mesa, sobre todo porque tenían prohibido entrar en la cocina por la noche si no era de vital importancia. En ese momento, para Julio era necesario, ya que el hambre dominaba cualquier pensamiento racional. Además, él sabía que Marta también se aventuraba de vez en cuando por la noche a la cocina, en especial cuando sobraban pasteles de algún cumpleaños y hasta el momento no había sido descubierta.

El zapato podría meterlo en problemas, así que antes de agarrarlo para limpiarlo, tomó un poco de leche y queso para saciar el hambre que lo mantenía despierto. Luego de ello, limpió el zapato con un par de mantas de cocina que lavaría al día siguiente. Alegre por comer algo y, más que todo, por encontrar su prenda perdida, durmió tranquilo el resto de la noche.

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Marta, la mayor de las tres hermanas y la mayor de todos, no lograba entender cómo es que la pierna de Julio se hundió hasta la rodilla cuando perdió el zapato. No tenía sentido, ya que no existían pozos ni ríos por esa zona de la granja.

Al día siguiente, cuando regresaron de clases, decidió investigar por su cuenta después de la comida. Además, era viernes y podía recuperar el tiempo de sus estudios el fin de semana.

Donde se encontraba el charco solo quedaba un pequeño agujero como resultado del accidente, aunque era más grande de lo que debería ser. Considerando que pudo aumentar su tamaño por la erosión de la tierra seca o muchos factores en la naturaleza, como el túnel de un tejón u otro animal subterráneo, no le tomó importancia a la diferencia de tamaño.

Vestida con su overol de jeans y sus botas de granja, tomó un palo de por allí y lo insertó en el agujero. Este no penetró mucho y sintió que golpeó algo. Luego de un par de golpecitos más, consideró que no era una piedra sino algo metálico; también le llamó la atención que el palo penetró menos distancia que la rodilla de Julio.

Con sus manos escarbó para hacer el hoyo más amplio y poder ver mejor el objeto.

En efecto, era un artefacto metálico que estaba a la par de… «¿¡huesos!?», pensó Marta y saltó de la impresión de sentir huesos junto al objeto metálico.

Suspiró y siguió escarbando con sus manos, pero con delicadeza. Le intrigaban esos huesos, no quería dañarlos ni moverlos de lugar, y pensar que su hermano los pudo dañar en el accidente. De igual manera, intentaba no moverlos considerando que podían ser piezas importantes de arqueología o huesos de algún animal muerto.

A medida que escarbaba, se percató de que los huesos formaban el esqueleto de un refrinn, que era el nombre que se les daba a los zorros domesticados.

Decidió escarbar alrededor del objeto metálico con sus dedos, ya que no tenía un pincel para mover la tierra como lo solían hacer los arqueólogos en los videos que miraba. A medida que quitaba la tierra, este parecía ser otro refrinn, pero su piel estaba momificada.

Lejos de asustarle, su hambre de conocimiento aumentó y la curiosidad ya no le era suficiente; tenía que escarbar más.

—¿Un refrinn con armadura? —se dijo a ella misma en voz alta—. Pero… sus orejas son muy grandes.

—Eso… no es un refrinn, es un fénec —dijo Marco, quien se acercó un par de minutos antes y no quiso interrumpir a su hermana en la búsqueda del conocimiento—. Marta, madre dice que regresemos.

Marta gritó del miedo por el susto que le dio su hermano al sorprenderla. Pero al percatarse de que era Marco y mirarlo, se relajó y suspiró.

—Marco, me asustaste. No me hagas eso de nuevo.

—Perdón, no era mi intención asustarte. Tenemos que regresar a casa.

—Está bien, pero ¿por qué un fénec estaría tan al sur? ¿No crees que es extraño?

—Sí, tienes razón, no es común ver a uno tan al sur; el clima no es el adecuado. Pero lejos de ello, si miras bien, este no era un animal común —dijo Marco levantando la momia del animalito.

—No, no lo tomes; vas a contaminar el sitio.

—No creo que lo contamine más después de lo que hizo Julio; lo mejor es que los enterremos de nuevo y le digamos a papá.

—Tienes razón, digámosle a papá.

Marco depositó al animalito en el agujero y lo cubrió de tierra.

—Este lugar es como un cementerio, porque si ves los huesos, eran dos fénec. Tal vez su pareja, pero eso no lo sabremos.

Marta no dudó de las palabras de su hermano menor y, como toda señorita bien portada, regresó a casa.

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Esa misma noche, Marta les comentó a sus padres de sus descubrimientos arqueológicos mientras estaban cenando en familia.

Mija —suspiró la madre y luego compartió una sonrisa llena de ternura—, parece que encontraste la tumba perdida de Mbali.

—¿Mbali?

—Sí, Mbali fue la mascota de tu bisabuela Kokiro, quien luchó en las guerras de expansión de Ælagar. Tu bisabuela compró esta granja y desde ese entonces la familia la ha mantenido y cuidado como un patrimonio muy importante.

»Se dice que el espíritu de tu bisabuela Kokiro nos cuida y nos ayuda a encontrar las cosas que extraviamos, cosas como un zapato perdido en el lodo.

Los ojos de Julio se abrieron de la emoción, cuando su madre lo miró con ternura al finalizar la frase.

La idea de que el espíritu de la bisabuela los cuidaba y que ella le encontró su zapato lo llenó de satisfacción, alegría y un poco de miedo…

—Mami —dijo Julio—. ¿Cómo sería el fantasma de mi abuela? ¿Será viejita o joven?

—Excelente pregunta, pero no la puedo contestar. Nunca he visto el fantasma de Kokiro. Pero estoy segura de que el día que se deje ver, será joven y bella, con su cabellera como la melena de un león y sus ojos color miel —respondió la madre.

—Tere, de no ser porque tienes el pelo liso y tu color de ojos es diferente, fueras la viva imagen de tu bisabuela —dijo el padre, que no solía hablar mucho.

Después de comer y de dormir a todos los niños, los padres de los pequeños salieron de la casa con sus protectores de lluvia bajo una delicada llovizna.

Su destino, la tumba de Mbali. El padre llevaba consigo una placa que pondría en el lugar. Cuando llegaron, se encontraron con una máquina cuadrúpeda sin cabeza ni cola que tenía un brazo mecánico en el lomo con el cual estaba terminando de tapar el agujero.

—Se nos adelantó Raven —dijo el padre y le entregó la placa a la máquina, quien la puso de forma delicada.

—Gracias, Raven —dijo la madre—. Recuerda regresar a tu cubil. Nadie debe saber que aún existes, podría causar problemas.

—U otra guerra —dijo el padre.

—No se preocupe, seguiré cuidando de ustedes. Cumpliré mi promesa a Kokiro —respondió la máquina con una voz carrasposa y pausada.

Los padres, más el Raven, regresaron a la granja en esa noche donde el cielo se iluminaba con el reflejo del sol que golpeaba el polvo y los asteroides de múltiples tamaños que formaban el anillo que rodeaba el planeta. Con la brisa viajaba el característico olor a tierra mojada y moho. Mientras las nubes comenzaban a cubrir el cielo, las gotas descendían para acariciar la placa y recorrer el texto que decía:

 

«En este lugar descansa el cuerpo de una guerrera sobreviviente, que junto a su colega luchó por nuestra paz que hoy vivimos.

Kokiro y Mbali»