Capítulo 6: Las Grietas de Grisel y el Olfato de la Sombra

El camino hacia Grisel era menos solitario con Kael a su lado, aunque la compañía era más una alianza por necesidad que una verdadera camaradería.

El guerrero del camino, Kael, era un hombre de pocas palabras y gestos medidos. Sus ojos verde esmeralda estaban siempre vigilantes, escaneando el horizonte y los bosques con una eficiencia que Kaelen comenzó a imitar.

Hablaban solo lo esencial: peligros avistados, posibles rutas, dónde encontrar agua.

El silencio entre ellos no era incómodo; era un lenguaje mudo de entendimiento, de dos almas rotas sobreviviendo.

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Para Kaelen, la presencia de Kael era un ancla extraña.

Los susurros en su mente seguían ahí, una corriente subterránea constante de desesperación y pragmatismo, pero eran menos estridentes cuando tenían un objetivo compartido.

Cuando luchaban juntos contra las criaturas menores que infestaban el bosque —lobos hambrientos, bestias carroñeras con pieles endurecidas—, Kaelen sentía cómo su locura se transformaba en una herramienta.

Las voces le gritaban los movimientos del enemigo, le revelaban los puntos ciegos, le impulsaban a la brutalidad sin vacilación.

Kael, por su parte, se movía con una eficiencia letal, su machete bailando con la destreza de un bailarín mortal.

Había una sincronía macabra entre ellos, una danza de la muerte.

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Una tarde, mientras acampaban bajo la sombra de un acantilado, Kael encendió una pequeña fogata.

El silencio de la noche fue roto solo por el crepitar de la leña.

Kaelen, observando las brasas, sintió un impulso inusual de hablar.

Algo sobre el hombre a su lado, su estoicismo, le recordaba la fortaleza que el Maestro Elías había intentado infundirle.

—¿Por qué proteges estos caminos, Kael? —preguntó Kaelen, su voz un poco más áspera de lo habitual.

Kael no respondió de inmediato. Observó las llamas, sus ojos verdes reflejando el fuego.

—Perdí a los míos hace años —dijo finalmente, su voz grave y ronca—. Faes Sombríos. No pude con ellos. Ya no tengo un hogar. Solo me queda este camino. Es lo que hago. Mi... penitencia.

Su tono era sin emoción, pero Kaelen percibió una capa de dolor enterrada bajo años de cicatrices.

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Kaelen asintió. Él entendía ese dolor.

El eco de Lígia y el Maestro Elías en su mente se hizo más fuerte.

No era tan diferente de él, después de todo. Solo que Kael había encontrado una manera de canalizar su dolor en una causa, por rota que fuera.

Kaelen aún buscaba la suya, o quizás solo buscaba sobrevivir.

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Finalmente, tras varios días de viaje, las siluetas imponentes de los muros de Grisel se alzaron en el horizonte.

No era el tipo de fortaleza utópica que Kaelen había imaginado en sus cuentos infantiles.

Era un monolito de piedra gris, sus muros altos y gruesos, marcados por incontables asedios.

Torres de vigilancia se alzaban como dedos acusadores, y la imponente puerta principal, reforzada con acero y madera de roble, estaba flanqueada por guardias con armaduras de acero y rostros cansados.

El aire no olía a pan fresco, sino a humo, metal y a la amalgama de miles de vidas encerradas.

Era un lugar duro, ruidoso, y sin la calidez del Valle del Sereno.

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Al acercarse a la puerta, Kaelen sintió una nueva oleada de susurros, esta vez diferentes.

No eran solo de locura o pragmatismo; eran de una inquietud profunda, como si la ciudad misma albergara una oscuridad particular.

Las voces le advirtieron:

"Engaño. Ratas. Nadie es de fiar aquí."

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Los guardias de la puerta los detuvieron. Su armadura completa y sus lanzas de punta afilada imponían respeto.

—¿Quiénes son? —ladró uno, un hombre con una barba áspera y ojos desconfiados.

—Kael. Guardián del Camino. Vengo a reportar un ataque Oni. Ruta del este. El carromato de suministros para Grisel, destrozado —respondió Kael con la voz de la autoridad acostumbrada, cada palabra concisa y sin titubeos.

Los ojos del guardia se abrieron un poco al escuchar lo de los Oni.

—Otro más. Se esparcen como la peste. ¿Y él? —preguntó, su mirada fijándose en Kaelen, en su cabello blanco plateado y sus intensos ojos amatistas.

No era común ver a alguien con una apariencia tan... llamativa en esas tierras.

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Kaelen sintió el escrutinio. Las voces en su cabeza le aconsejaron:

"Miente. Oculta. Peligro."

—Mi acompañante. Sobreviviente del Valle del Sereno —dijo Kael, su tono neutro—. Los Oni lo arrasaron. Él fue de los pocos en escapar.

Una chispa de lástima fugaz brilló en los ojos del guardia, rápidamente reemplazada por la dura realidad.

El Valle del Sereno era conocido por su aislamiento y por ser un refugio de la "vieja forma".

Saber que había caído era un golpe para la moral, un recordatorio de lo implacable que era el mundo.

—Pobre diablo —murmuró otro guardia, más joven—. Adelante. Pero ojo, forastero. Grisel no es para los ingenuos. Y si traen problemas, los muros son altos y las mazmorras profundas.

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El inmenso portón de Grisel se abrió con un gemido de goznes oxidados.

El ruido, el olor a multitudes, a comida rancia, a sudor, a desechos, golpeó a Kaelen como una ola.

Las calles estaban abarrotadas de gente de todo tipo: mercaderes regateando, soldados patrullando, mendigos en las esquinas, y figuras más sombrías deslizándose por los callejones.

Las voces en su mente se convirtieron en un murmullo constante, una sinfonía de advertencias y paranoia.

Cada rostro que veía era una posible amenaza, cada sombra un escondite.

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Kael se detuvo en una encrucijada, su mirada buscando un punto de referencia.

—Tengo que ir al Cuartel de la Guardia. Luego a buscar trabajo. ¿Y tú? ¿A dónde vas?

Kaelen dudó. No tenía a dónde ir. No tenía planes más allá de sobrevivir.

—No sé. Aún.

—Puedes intentar en el Gremio de Mercenarios, cerca del mercado principal. Siempre buscan manos. O bocas que puedan callar. Es un lugar donde gente como nosotros... encaja —dijo Kael, un ligero tinte de ironía en su voz—. No esperes honor. Solo contratos y oro. Y no confíes en nadie. Menos en los que parecen muy amables.

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Los ojos verdes de Kael se encontraron con los amatistas de Kaelen.

No había calor, pero sí un reconocimiento mutuo.

—Cuídate, Kaelen —dijo Kael, usando su nombre por primera vez, casi como un gruñido—. No dejes que la ciudad te trague.

Se dio la vuelta y se mezcló con la multitud, su figura se disolvió en el bullicio de Grisel.

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Kaelen se quedó solo en la calle, el hacha de mano colgando a su lado.

La ciudad era una bestia imponente.

Los susurros en su mente se convirtieron en un canto seductor, prometiéndole que esta era la jungla donde aprendería a cazar de verdad.

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Mientras se dirigía hacia el mercado, guiado por el sonido de las voces y el bullicio, Kaelen no tardó en toparse con la miseria y la brutalidad que Kael había prometido.

Un grupo de matones locales acosaba a un anciano mercader, exigiendo dinero por "protección".

Kaelen se detuvo a observar, su mente fría y calculadora.

No había moralidad que lo impulsara a actuar, solo la curiosidad de ver la dinámica de este nuevo ecosistema.

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De repente, una figura delgada se deslizó entre los matones con una velocidad asombrosa.

Era una mujer, su cabello largo y ondulado de un tono carbón profundo se movía como una cortina oscura mientras giraba.

Sus ojos, de un azul gélido, casi translúcido, brillaron con una luz extraña mientras una daga, que Kaelen apenas había visto sacar, cortaba el aire.

No era un ataque frontal, sino una distracción, un corte preciso que no mataba, pero hería y desorientaba.

—¿No tienen nada mejor que hacer que molestar a los viejos? —dijo la mujer.

Su voz era una mezcla de dulzura y filo que helaba la sangre.

Una sonrisa se formó en sus labios, una que Kaelen encontró extrañamente cautivadora, pero que no llegaba a sus ojos, que permanecían fríos.

—Los lobos se llevan a los corderos. Pero no cuando un dragón está cerca.

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Los matones, sorprendidos por la audacia de la mujer y las heridas que ya les había infligido, dudaron.

El anciano mercader, aprovechando la oportunidad, huyó cojeando.

La mujer no lo persiguió. Solo observó a los matones, sus ojos azules brillando con una mezcla de diversión y una amenaza inconfundible.

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Kaelen la observó, fascinado.

No había heroísmo en sus acciones, sino una especie de capricho, una danza con el peligro.

Las voces en su cabeza, antes un coro de alerta, ahora susurraban con un tono diferente:

"Interesante... Loca... Como tú."

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La mujer se giró entonces, sus ojos azules gélidos se posaron en Kaelen, atravesando su recién formada armadura de indiferencia.

Una sonrisa más amplia se extendió por su rostro, una sonrisa que era al mismo tiempo invitadora y peligrosamente demente.

—¿Qué miras, alma perdida? —preguntó, su voz era un canto macabro—. Pareces haber visto el verdadero infierno. A mí me gusta eso.

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Kaelen no respondió de inmediato, pero por primera vez desde la masacre, no sintió el impulso de huir o de atacar.

Solo curiosidad.

Era como si esa mujer, Seraphina, pudiera ver directamente a su alma fracturada, y no solo no le temía, sino que se sentía atraída por ella.

El canto de las sombras en su mente se hizo más dulce, casi una melodía.

Grisel no sería solo un lugar de supervivencia; sería un lugar de encuentros inesperados, donde la locura de Kaelen encontraría un eco, o quizás, una terrible armonía.

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