Seraphina se movía por los callejones retorcidos de Grisel como una sombra familiar, su cabello oscuro y sus movimientos fluidos casi fundiéndose con la penumbra.
Kaelen la seguía de cerca, el hacha de mano en su cinto, sus ojos amatistas escaneando cada rincón.
La ciudad era un laberinto de luces parpadeantes y sombras densas, un hervidero de desesperación y vicio.
El hedor a basura, a sudor y a alcohol rancio era abrumador, mezclado con el distante olor dulzón de alguna especie de incienso quemado en los templos del barrio alto.
Las voces en la cabeza de Kaelen, el canto de las sombras, se intensificaban aquí, no con miedo, sino con una especie de euforia macabra, como si la misma ciudad resonara con su locura.
> "¡Depredadores! ¡Miles! ¡Más débiles que tú!"
susurraban, y en cada rostro que pasaba, Kaelen veía una posible víctima o un potencial verdugo.
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El bullicio del mercado se desvaneció, reemplazado por el silencio acechante de los distritos más pobres y olvidados.
Calles estrechas, viviendas destartaladas, ojos que observaban desde la oscuridad.
Grisel no era la última esperanza de la humanidad; era una cárcel de piedra.
—Aquí, los débiles mueren lentamente —la voz de Seraphina era un susurro musical que cortó el aire denso.
Se detuvo frente a un edificio de piedra negra, sin ventanas en la planta baja y con un emblema apenas visible de una araña con una daga en el centro.
—Y los fuertes... prosperan. Bienvenido al Nido del Tejedor.
Kaelen sintió una oleada de inquietud.
El aire alrededor del edificio era más pesado, cargado con una energía sombría que él, en su estado actual, podía casi saborear.
No era la oscuridad pura de los Oni o las Sombras, sino algo más retorcido, humano.
—El Gremio de Tejido de Sombras —explicó Seraphina, sus ojos azules gélidos brillando a la luz de una antorcha cercana—.
Así lo llaman los de afuera. Aquí, somos 'los que vemos la verdad'.
Hacemos el trabajo sucio. El que nadie más quiere, o el que nadie más puede hacer.
Su sonrisa se ensanchó, una promesa de caos.
—Asesinatos. Extorsiones. Recuperación de 'bienes' perdidos. A veces, simplemente... limpieza. ¿Entiendes?
Kaelen asintió, su rostro inexpresivo.
Sí, entendía. Era el negocio de la supervivencia en su forma más brutal, sin pretensiones.
El tipo de "trabajo" donde su nueva naturaleza encajaría como un guante.
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Dentro, el lugar era oscuro y cavernoso.
El humo dulzón era más fuerte aquí, mezclado con el olor a sangre vieja y sudor.
Mesas pesadas de madera, empañadas por años de uso y grasa, se extendían por el salón principal.
Hombres y mujeres de aspecto duro, con armas al alcance, bebían, jugaban a las cartas o afilaban sus cuchillos.
Había una mezcla de mercenarios, ladrones y figuras más misteriosas, con capas que ocultaban sus rostros.
Las voces en la cabeza de Kaelen se volvieron casi eufóricas.
> "¡Compañeros! ¡Predadores como tú! ¡Mátalos antes de que te maten!"
Una figura voluminosa con una cicatriz que le atravesaba la ceja se acercó a ellos, sus ojos de cerdo evaluando a Kaelen con desconfianza.
—Seraphina. Veo que traes un cordero con dientes. ¿Es este el juguete nuevo del que hablabas?
Su voz era un gruñido.
Seraphina se rió, su mano pálida tocó el brazo de Kaelen.
—No es un juguete, Gorok. Es una espada sin vaina.
Un chico que conoció la verdad del mundo demasiado pronto.
Viene a buscar... oportunidades. Y tal vez, un lugar donde su oscuridad no sea juzgada.
Gorok gruñó, sin apartar la mirada de Kaelen.
—La oscuridad es común aquí. Pero la locura... esa es una moneda rara.
¿Sabes usar esa hacha, chico? ¿O solo sabes gruñir?
Kaelen sintió la provocación, pero su mente se mantuvo fría.
Las voces le aconsejaron:
> "Muestra. No hables. Deja que vean."
Ignoró a Gorok y fijó su mirada en el salón.
En una esquina, dos hombres practicaban con espadas embotadas.
No eran Oni, ni Vampiros, pero sus movimientos eran descuidados.
Kaelen sonrió, una mueca apenas perceptible que no llegaba a sus ojos amatistas.
—Él sabe —dijo Seraphina, su voz casi una caricia—. Y lo demostrará. ¿Verdad, Kaelen?
Su mirada azul gélida lo instó, una provocación sin palabras.
Kaelen asintió.
Un susurro de las voces le dio una idea brutal.
Se acercó a los hombres que practicaban.
—Necesito un trabajo —su voz era áspera—. Necesito probarme.
Uno de los hombres, un tipo fornido con un tatuaje de araña en el cuello, se rió.
—Ah, ¿un novato? Aquí no hay lecciones, chico. Aquí se sangra.
Levantó su espada embotada.
Vamos, muéstranos lo que tienes, cabello de luna.
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El "combate" fue rápido y brutal.
No fue un duelo de honor, sino una carnicería fría.
El hombre con el tatuaje era fuerte, pero lento.
Kaelen no luchó con honor; luchó para sobrevivir y para matar.
Las voces en su cabeza se convirtieron en un director de orquesta macabro, señalándole cada apertura, cada debilidad.
> "¡La rodilla! ¡El cuello! ¡Rompe los dedos! ¡Que grite!"
No usó el hacha.
Usó sus puños, sus codos, sus rodillas.
Con una ferocidad que asustó incluso a algunos de los mercenarios endurecidos que observaban, Kaelen se movió como un espectro.
Rompió el brazo del hombre con un crujido seco, un sonido que hizo rechinar los dientes a varios testigos.
Golpeó su rostro repetidamente, cada impacto era un golpe seco, hasta que los gritos del hombre se ahogaron en su propia sangre y la sangre le salpicó el cabello blanco.
Luego, con una patada brutal y precisa, destrozó su mandíbula.
El hombre cayó al suelo, un saco de carne rota y sangrante, consciente, pero incapaz de moverse o gritar.
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El silencio se apoderó del Nido del Tejedor.
Incluso Gorok tenía los ojos abiertos de asombro.
Nadie había esperado esa clase de brutalidad calculada de un joven tan delgado.
Kaelen se quedó de pie sobre el cuerpo, jadeando levemente, la sangre caliente manchando sus ropas.
Sus ojos amatistas ardían con una luz perturbadora, una mezcla de dolor antiguo y una ferocidad recién descubierta.
La locura le había enseñado a hacer daño, a destruir, de una manera que la simple ira nunca podría.
Seraphina rompió el silencio con un aplauso lento y ruidoso, sus ojos azules fijos en Kaelen, una admiración retorcida en su rostro.
—¿Lo ves, Gorok? Una espada sin vaina.
Un artista del dolor.
¡Bienvenido, Kaelen!
Gorok se acercó, su expresión había cambiado de desconfianza a un respeto cauteloso.
Miró al hombre en el suelo, retorciéndose en silencio.
—Bastante... efectivo. Demasiado para un novato.
No preguntaré lo que viste para aprender eso, chico.
Sacó una bolsa de monedas de su cinto.
—Tenemos un trabajo para ti.
Un mercader que se niega a 'contribuir'.
Unas palabras. Unas... lecciones. Te gustará.
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Kaelen tomó la bolsa de monedas, el peso del oro en su mano era frío e indiferente,
pero la sensación de haber ganado, de haber tomado el control, era extrañamente reconfortante.
Las voces en su cabeza cantaban con fuerza:
> "¡Poder! ¡Lo tienes! ¡Destrúyelos! ¡Cosecha!"
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El primer "trabajo" de Kaelen en Grisel no fue solo una tarea,
sino un descenso aún más profundo.
El mercader, un hombre gordo y llorón, se negó a pagar su "cuota" al gremio.
Kaelen, acompañado por Seraphina que observaba con una sonrisa enigmática, no lo mató.
Fue peor.
Utilizó las "lecciones" de la locura, las mismas que los Oni o los Vampiros usarían,
pero con un toque que el Maestro Elías nunca le habría perdonado.
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No hubo gritos excesivos, solo un ahogado suplicar.
Kaelen rompió los dedos del mercader uno por uno, con una frialdad quirúrgica,
los huesos crujiendo bajo su pulgar.
La expresión de horror puro en los ojos del mercader, sus gemidos silenciosos,
llenaron a Kaelen de una extraña satisfacción.
No era placer sádico, sino la confirmación de su poder, de su capacidad para infligir sufrimiento, para ser temido.
Cada crujido era un golpe para la ingenuidad que había sido arrancada de su alma.
La sangre y las lágrimas se mezclaban.
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Seraphina observaba, sus ojos de azul gélido brillaban con una fascinación perturbadora.
Cuando Kaelen terminó, el mercader, un bulto tembloroso de dolor, prometió pagar el doble.
—¿Lo ves, Kaelen? —Seraphina susurró, su voz casi una nana—.
Hay una belleza en el dolor. Una verdad brutal.
Ahora... eres como yo.
O quizás... un poco más.
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Kaelen la miró, sus ojos amatistas vacíos de emoción.
Había cruzado otro umbral.
La brutalidad no era solo supervivencia;
era una expresión, una liberación.
La locura lo abrazaba, y él, por primera vez, no luchaba tanto.
Grisel había abierto una puerta, y Kaelen estaba entrando,
el canto de las sombras resonando con cada paso que lo llevaba más lejos de la humanidad.