Capítulo 9: La Cofradía de los Quebrados y el Aroma de la Perversión

Los días en el Nido del Tejedor se convirtieron en una rutina de brutalidad. Kaelen no buscaba el placer en la violencia, pero encontraba una extraña calma en ella, una lógica fría que aplacaba el canto de las sombras en su mente.

Cada "trabajo" era una lección: cómo infundir el terror con precisión quirúrgica, cómo romper la voluntad sin aniquilar el cuerpo, cómo ver a los demás como meros obstáculos o herramientas. Su cabello blanco plateado y sus ojos amatistas se volvieron una leyenda susurrada en los bajos fondos de Grisel, el "Fantasma de los Callejones".

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Seraphina era su sombra constante. Observaba cada golpe, cada gemido de sus víctimas, con un brillo en sus ojos azules gélidos que Kaelen comenzaba a reconocer como una forma retorcida de deleite. No interfería, no juzgaba. Simplemente existía a su lado, una compañera en la demencia.

A veces, la encontraba canturreando melodías extrañas que nadie más parecía escuchar, o hablando consigo misma en susurros incomprensibles. Kaelen no se sentía incómodo. La locura de ella era un espejo de la suya, y había una extraña comodidad en no sentirse solo en su propia desintegración mental.

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Una tarde, después de un encargo particularmente desagradable –recuperar un mapa robado de un mercader que había resultado ser un sádico aficionado a la tortura de niños, a quien Kaelen despachó con una eficiencia que incluso impresionó a Gorok–, Seraphina lo condujo a una zona más apartada del Nido.

Era una sala común donde algunos miembros del gremio pasaban sus horas de inactividad, comiendo, bebiendo y forjando planes.

—Aquí están los nuestros —la voz de Seraphina era casi jovial—. Los que no encajan en ningún otro sitio. Y los que aún no han sido devorados por la ciudad.

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Entre los presentes, Kaelen distinguió tres figuras que Seraphina señaló con un gesto sutil:

Darian, el Forjador Silencioso:

Un hombre corpulento de unos cuarenta años, con brazos como troncos de árbol y manos callosas que evidenciaban su oficio. Tenía el cabello rubio ceniza, siempre revuelto, y ojos de un azul cielo profundo que, a pesar de su tamaño imponente, mostraban una tristeza abismal.

Hablaba poco y con un tono grave y áspero. Su vida pasada como un respetado herrero fue destrozada cuando los Oni asaltaron su aldea, llevándose a su familia. Su silencio era su forma de procesar el trauma. Ahora forjaba armas para el gremio, martillando su dolor en el acero.

Kaelen sintió una conexión inaudible con él, el eco de una pérdida similar.

Lyra, la Ojo Nocturno:

Una mujer joven, de no más de veinticinco años, delgada y ágil. Su cabello negro azabache caía en cascada hasta su cintura, y sus ojos, de un penetrante ámbar dorado, parecían ver más allá de las sombras.

Su voz era baja y melódica, pero siempre con un matiz de melancolía. Era una exploradora y rastreadora excepcional, capaz de moverse sin ser vista incluso en la oscuridad más densa.

Había sido traicionada por su propia familia, vendida como esclava a un cruel mercader, y escapó jurando no confiar en nadie, pero anhelando una conexión perdida.

Había desarrollado una suerte de "visión nocturna" que no era mágica, sino una agudización extrema de sus sentidos en la oscuridad.

Zoltan, el Orador de Sombras:

Un hombre de mediana edad, con una complexión delgada y una vestimenta oscura y elegante que contrastaba con la mugre del Nido. Tenía el cabello negro y liso, peinado hacia atrás, y sus ojos, de un enigmático color ónice (negros puros), parecían devorar la luz.

Su voz era suave, persuasiva, casi hipnótica. Era el negociador del gremio, el que conseguía los contratos más lucrativos y manipulaba a los objetivos sin derramar una gota de sangre (al menos no él directamente).

Se rumoreaba que tenía conexiones con los Faes Sombríos, lo que lo hacía temido y respetado. Su historia era un misterio, pero se decía que su mente era un laberinto de secretos.

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Seraphina sonrió, una sonrisa que era casi de orgullo.

—Ellos también están rotos. A su manera. Pero encontraron una razón para seguir. Como tú, Kaelen.

Se acercaron a una mesa vacía. Darian, que estaba afilando una espada gigantesca, levantó la vista. Sus ojos azules se posaron en Kaelen, no con hostilidad, sino con una curiosidad sombría.

—Este es Kaelen —dijo Seraphina, presentándolo con un gesto dramático—. El nuevo... coleccionista de deudas. Ya tuvo su primera ofrenda a la araña.

Darian gruñó, un sonido que podría ser aprobación.

—He oído. Hiciste un buen trabajo. Limpio. Eficaz.

Su voz era como el raspado de dos rocas.

Lyra se acercó, sus ojos ámbar observando a Kaelen con una intensidad que lo hizo sentir vulnerable.

—No te conocía —dijo, su voz era un susurro melancólico—. Hay algo en ti... una sombra que reconocí.

Kaelen solo asintió, su mente ya procesando la naturaleza de cada uno.

Las voces en su cabeza le susurraban sobre su fuerza, su vulnerabilidad, sus posibles usos.

> "Darian: músculo, ira contenida. Lyra: ojos, sigilo, resentimiento. Zoltan: lengua afilada, secretos."

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Los días siguientes, Kaelen se vio arrastrado a la vida del gremio.

Trabajos más grandes. Más brutales. Más riesgo.

Él y Darian a menudo eran emparejados en misiones que requerían fuerza bruta.

En una ocasión, fueron enviados a "convencer" a un posadero que estaba ocultando refugiados que no podían pagar.

El posadero se negó. Darian, en un arrebato de ira silenciosa, casi lo destrozó.

Kaelen intervino, no por piedad, sino por pragmatismo. La lección del Valle del Sereno aún resonaba.

—No lo mates —Kaelen le dijo a Darian, su voz un gruñido—. Hará más ruido. Rompe sus huesos. Que aprenda.

Darian se detuvo, sus ojos azules se fijaron en Kaelen con una comprensión sombría.

No era bondad lo que Kaelen ofrecía, sino una brutalidad más efectiva.

Darian asintió y procedió, sus golpes precisos, metódicos, susurrando los nombres de su familia con cada fractura que infligía.

Kaelen observó sin pestañear, las voces en su mente aplaudiendo la eficiencia del dolor.

Una conexión, oscura y tácita, se formó entre ellos.

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Las misiones con Lyra eran diferentes. Requerían sigilo, inteligencia.

En una ocasión, se les encargó robar unos documentos de una villa de un noble corrupto.

Lyra se movía como un fantasma, sus ojos ámbar dorado brillando en la oscuridad, guiando a Kaelen por pasadizos secretos y sombras invisibles.

Mientras esperaban en un balcón, Lyra se sentó, su mirada perdida en la distancia.

—A veces —susurró Lyra, su voz era un eco de melancolía—, envidio a los ciegos. Ellos no ven lo podrido que está todo. Ellos creen en la luz.

Se giró para mirarlo, sus ojos penetrantes.

—Pero tú... tú ves como yo, ¿verdad? La oscuridad. La sientes.

—No hay luz —Kaelen respondió, su voz sin emoción—. Solo diferentes sombras.

Era una verdad que había aprendido a sangre y fuego.

Lyra sonrió tristemente.

—Sí. Exacto.

Había una aceptación en sus palabras, un reconocimiento de su propia visión distorsionada del mundo.

Kaelen sintió una pizca de afecto, un atisbo de conexión que no era de locura, sino de comprensión mutua del dolor.

Algo fugaz, pero real.

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Las interacciones con Zoltan eran siempre un juego de palabras.

Zoltan no usaba la fuerza bruta. Usaba la persuasión, la amenaza velada.

Era un maestro de la manipulación, sus ojos ónice siempre observando, calculando.

A veces, invitaba a Kaelen a sus aposentos, más cómodos, y le hablaba de la "política" de Grisel, de las intrigas, de los hilos que movían el poder.

—Tu don, muchacho, no es la fuerza bruta —Zoltan le diría, su voz era un susurro hipnótico—.

Es tu... vacío. Esa fría indiferencia.

Los Oni se emocionan. Los Vampiros son vanidosos. Pero tú... tú eres un lienzo en blanco para la brutalidad. Y eso es raro. Útil.

Kaelen escuchaba, absorbiendo.

Las voces en su cabeza se hacían más complejas, más astutas.

> "Aprende del manipulador. Usa sus trucos. No te dejes usar."

Zoltan era un aliado peligroso, una serpiente encantadora, pero sus lecciones eran valiosas en el juego de poder de Grisel.

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Mientras Kaelen se sumergía más en el gremio, su relación con Seraphina se volvía más intensa, más perturbadora.

Ella no solo lo acompañaba en las misiones; lo seguía a todas partes, una presencia constante.

Por las noches, en la oscuridad de su pequeña habitación en el Nido, Kaelen sentía su presencia cerca, a veces sentada en silencio, otras veces susurrando en la oscuridad.

—Tu dolor... es una sinfonía, Kaelen —Seraphina le susurró una noche, su voz era una caricia de seda.

Se acercó a él, sus dedos pálidos y fríos rozaron su mejilla, subiendo por su cabello blanco.

—El mío también lo es. Estamos hechos del mismo hilo roto.

Kaelen no retrocedió.

Sus ojos amatistas, que ya no brillaban con la luz de la inocencia, se encontraron con los suyos.

Él sentía la extraña, retorcida, atracción que ella ejercía sobre él.

No era el amor tierno que había conocido con Lígia.

Era algo más oscuro, más primitivo, nacido de la locura y la pérdida.

Ella era la única que no lo juzgaba por lo que se había convertido, sino que lo celebraba.

Ella amaba su oscuridad.

—¿Qué quieres de mí, Seraphina? —Kaelen preguntó, su voz ronca.

Seraphina sonrió, sus ojos brillaban con una luz febril en la penumbra.

—Quiero que seas libre, mi amor. Libre de la carga de la luz. Libre de la culpa.

Quiero que cantes tu canción más alta.

Y quiero... estar allí para escucharte.

Su voz se convirtió en un arrullo que vibró en el pecho de Kaelen.

—Quiero que seamos la melodía más hermosa y terrible de Grisel. Juntos.

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La idea era atractiva.

Un mundo donde su locura no solo era aceptada, sino celebrada.

Un lugar donde el canto de las sombras sería su himno.

Kaelen no sintió amor en el sentido tradicional, pero sí una poderosa atracción hacia la comprensión que ella le ofrecía.

Era un afecto retorcido, nacido del abismo, pero un afecto al fin y al cabo.

Y Kaelen, en su soledad y su descenso, se estaba dejando arrastrar.

Los lazos se estaban formando, no con hilos de oro, sino con cadenas de dolor y demencia.

Y el precio de esos lazos, Kaelen sabía, sería alto.

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