Grisel apestaba a temor. La noticia de la desaparición de varios niños de los barrios bajos había corrido como un reguero de pólvora, no como un grito de auxilio, sino como un murmullo de resignación. La Guardia de la Ciudad, corrompida hasta la médula, hacía la vista gorda. Pero no todo el mundo. El Nido del Tejedor había recibido un contrato, uno de esos que pagaban bien porque el trabajo era "delicado" y la verdad, horrible.
—Esos críos no se han evaporado, Kaelen —Gorok gruñó una mañana, golpeando un mapa sobre la mesa. Su voz era un raspado de piedras—. Hay un culto. Los "Devoradores de Inocencia", así se llaman. Se llevan a los mocosos para... sus rituales. Alguien los vio arrastrando a uno hacia las alcantarillas. Zona sur, bajo el viejo distrito de mercaderes.
Kaelen observó el mapa, su mente procesando la información con una frialdad desapasionada. Los susurros de su mente, el canto de las sombras, se intensificaban con la mención del culto.
> "¡Depravados! ¡Deben caer! ¡El sufrimiento es su ofrenda!"
No era un impulso de justicia, sino un reconocimiento de presas diferentes, una nueva forma de maldad para diseccionar.
—La paga es buena —añadió Seraphina, su voz como un silbido seductor mientras se acercaba, sus ojos azul gélido brillaban con una excitación apenas contenida—. Y la "limpieza" será... profunda. ¿Verdad, Kaelen?
Su mano, pálida y delgada, rozó su brazo, una caricia helada que Kaelen ya no rechazaba.
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El equipo para esta misión fue cuidadosamente elegido: Kaelen, por su eficiencia brutal y su inquietante falta de misericordia; Seraphina, por su sigilo, su habilidad para la distracción y su gusto por el caos; y Darian, por su fuerza imparable y su habilidad con el acero. Lyra no fue asignada; Gorok dijo que la necesitaba para "otros asuntos de vigilancia". Kaelen no preguntó más. La dinámica del gremio era así: cada uno con su papel, cada uno un engranaje en la máquina de la brutalidad.
Las alcantarillas de Grisel eran un laberinto de oscuridad y hedor. El aire era pesado, cargado con el olor a moho, a putrefacción y, lo más perturbador, a un dulzón, casi metálico, aroma a sangre. La poca luz que se filtraba de las rejillas de la superficie apenas iluminaba las aguas negras y estancadas por donde se abrían paso; el chapoteo de sus botas era el único sonido. Las paredes, cubiertas de limo y hongos, eran resbaladizas y húmedas.
Kaelen se movía al frente, sus ojos amatistas que apenas distinguían la luz, ahora parecían ver el calor, el rastro de la vida. Las voces en su cabeza eran un murmullo constante, casi una guía.
> "Derecha. Cerca. Susurros. Miedo."
Podía sentir la desesperación de los niños, un eco fantasmal en su propia mente quebrada.
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De repente, Seraphina levantó una mano, deteniéndolos.
—Aquí. Puedo oírlos. Y... puedo oler la carne.
Su voz era un susurro gutural, con un tono casi de fascinación mórbida.
Un túnel lateral se abría a su izquierda. De él, ahora, se escuchaban débiles cánticos, monótonos y disonantes. Y algo más, un lamento ahogado que erizó los cabellos de Kaelen.
—Tienen a los niños —Darian gruñó, su voz era un trueno sordo que reverberaba en el angosto espacio.
Su semblante, ya sombrío, se contrajo en una mueca de ira contenida. Sus manos, gigantes y callosas, apretaron el mango de su martillo de guerra. La furia de la pérdida, la misma que Kaelen compartía, quemaba en sus ojos azul cielo.
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El pasaje se abrió a una cámara natural, una caverna subterránea de paredes irregulares y un pequeño altar tosco de piedra en el centro. Alrededor de él, una docena de figuras encapuchadas, vestidas con túnicas oscuras y sucias, susurraban cánticos. En el altar, inmovilizados, había tres niños. Sus pequeños cuerpos temblaban, sus bocas amordazadas, sus ojos muy abiertos de terror.
La luz de unas pocas velas parpadeaba, proyectando sombras danzantes que hacían parecer a los cultistas aún más grotescos. Uno de ellos, el líder, con una máscara de hueso de animal cubriéndole el rostro, levantaba una daga de sacrificio, su filo brillando ominosamente.
El corazón de Kaelen no se aceleró con pánico, sino con una fría determinación. Las voces en su cabeza rugieron:
> "¡Mátalos! ¡A todos! ¡Que su sangre riegue el lodo! ¡Sin piedad! ¡Como ellos hicieron contigo!"
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Seraphina no esperó. Se deslizó como una anguila, su daga destellando en la penumbra. El primer cultista cayó sin un sonido, su garganta abierta en un corte limpio y profundo. Un borbotón de sangre oscura brotó, empapando su túnica antes de que su cuerpo se desplomara en un charco de sus propios fluidos.
Darian irrumpió con un grito de guerra, su martillo bajando con la fuerza de un rayo. El sonido del impacto fue como el de una calabaza reventando bajo un pie gigante. El cráneo de un cultista estalló en una nebulosa de fragmentos de hueso y masa cerebral, salpicando las paredes y los otros cultistas con una mezcla viscosa y rojiza.
Los cultistas restantes gritaron, más por sorpresa que por organización, intentando buscar armas.
Kaelen se movió entonces, una figura fantasmal y letal. No dio tregua. Su hacha de mano silbó en el aire, encontrando carne y hueso con una precisión brutal. Un cultista intentó huir; Kaelen le hundió el hacha en la columna vertebral, un crujido seco y nauseabundo resonó en la caverna mientras su cuerpo se desplomaba, sus piernas inertes.
Otro lanzó un grito, intentando levantar una daga; Kaelen le cortó la mano de un tajo rápido, la sangre brotó a chorros, cubriendo el suelo y salpicando su rostro. El cultista aulló, y Kaelen aprovechó su distracción para hundirle el hacha en el estómago, desgarrando la carne y los órganos. La visión de las entrañas expuestas no le produjo náuseas, solo una fría apreciación de la anatomía del daño.
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Seraphina se movía con una gracia macabra, no matando siempre, sino cortando tendones, apuñalando ojos, desarmando de las formas más dolorosas. Su risa, alta y clara, llenó la caverna, un contrapunto escalofriante a los gritos de agonía.
Uno de los cultistas, intentando alcanzar al líder en el altar, resbaló en un charco de sangre. Seraphina lo atrapó, sus dedos pálidos se cerraron alrededor de su garganta.
—Oh, mi pequeño —susurró con una sonrisa demente, sus ojos azul gélido fijos en los ojos aterrorizados del hombre—. La carne... la vida... es tan deliciosa cuando se retuerce.
Y con un giro de su muñeca, una daga fina se hundió justo debajo de la barbilla, perforando el cerebro sin un sonido. El cuerpo se convulsionó un instante antes de caer sin vida.
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El líder, el hombre con la máscara de hueso, estaba paralizado por el terror. Intentó blandir su daga hacia los niños, pero Darian fue más rápido. Su martillo se estrelló contra la pierna del líder, pulverizando el hueso con un estallido húmedo. El hombre cayó, su grito fue una mezcla de dolor y furia.
Darian no se detuvo. Cada golpe de su martillo era una explosión de carne y hueso. No solo mataba, desfiguraba, desmembraba, impulsado por una rabia que Kaelen reconocía en sí mismo. La carne volaba en jirones, los huesos se astillaban en fragmentos blancos, y la sangre, caliente y espesa, salpicaba el aire, pintando las paredes con un rojo oscuro y brillante.
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Kaelen se acercó al altar. Los niños, pequeños, sucios, temblaban. Sus ojos lo miraban con un terror aún mayor que el que habían mostrado a los cultistas. Él no era un salvador para ellos. Era otra sombra.
Con movimientos rápidos, liberó sus ataduras, sus manos expertas después de haber desatado innumerables prisioneros o víctimas. No les dijo nada. No hubo palabras de consuelo.
Miró a los cultistas muertos, sus cuerpos desmembrados, aplastados, degollados, desangrándose en el lodo y las aguas negras. El hedor a muerte era denso.
Darian estaba de pie, jadeando, el martillo aún goteando sangre. Seraphina limpiaba su daga con un trozo de tela, una sonrisa de satisfacción en su rostro. La caverna resonaba con el silencio, solo roto por los sollozos ahogados de los niños liberados.
—Listo —dijo Kaelen, su voz era monótona, vacía de cualquier emoción.
Darian asintió, su ira se había calmado, reemplazada por la tristeza.
—Sí. Listos.
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Seraphina se acercó a Kaelen, sus ojos azules gélidos brillaban. Su sonrisa era perturbadora.
—¿Ves, Kaelen? El mundo es un gran lienzo. Y nosotros somos los artistas. El dolor... la sangre... las lágrimas... son nuestros colores.
Sus dedos rozaron la sangre en la mejilla de Kaelen.
—Y tu corazón, mi querido... tu corazón es el más oscuro y hermoso pincel de todos.
Kaelen no la apartó. Sintió la sangre tibia en su piel, el hedor en sus fosas nasales, el eco de los gritos que ya no escuchaba con los oídos, sino con su alma.
La locura no era solo una enfermedad; era una nueva forma de ver, una nueva forma de existir en un mundo que no merecía piedad.
Y en ese momento, rodeado por la carnicería, Kaelen supo que no había vuelta atrás.
Grisel lo había reclamado por completo, y él, el Fantasma de los Callejones, estaba listo para hundirse aún más en su gloriosa, sangrienta demencia.
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