La mañana después de la carnicería en las alcantarillas, Grisel despertó bajo un cielo gris y opresivo, tan lúgubre como el ánimo de sus habitantes.
Las noticias se esparcieron como un veneno sutil: los niños desaparecidos habían sido encontrados. Rescatados, decían algunos. Pero la verdad susurraba en los callejones. Las historias de la masacre, de la brutal eficiencia con la que los “Devoradores de Inocencia” habían sido aniquilados, ya se habían deformado.
Hablaban de un Fantasma de los Callejones, un ser de cabello blanco y ojos demoníacos que había desmembrado a los cultistas con una sed de sangre que asustaba incluso a los más endurecidos mercenarios.
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En el Nido del Tejedor, el ambiente era diferente.
La reputación de Kaelen, hasta entonces una mera curiosidad, se había cimentado. Gorok, el capataz, lo miraba con una mezcla de cautela y una aprobación retorcida. La paga por la misión había sido generosa, y el silencio de Kaelen sobre los detalles de la masacre, incluso ante los otros mercenarios que intentaban sonsacarle los pormenores grotescos, solo aumentaba su aura de misterio.
—Eres un activo, Fantasma —le dijo Gorok una tarde, mientras Kaelen afilaba su hacha. Su voz era un gruñido—. Pocos tienen tu... estilo. No preguntas, solo haces. Me gusta eso.
Kaelen no respondió. Solo continuó con el rítmico raspado del metal.
Las voces en su cabeza se habían vuelto más consistentes, menos un eco fragmentado y más un coro coherente, una sinfonía de la deshumanización. Le susurraban que la aprobación de Gorok era un indicador de su éxito en este nuevo mundo, un mundo donde la supervivencia se medía en la capacidad de infligir daño.
> “Reconocimiento. Temor. Úsalos.”
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Darian, el forjador, lo observaba a menudo desde la distancia, sus ojos azul cielo cargados de una tristeza compartida.
Hubo una tarde en que se acercó, sus pasos pesados.
—Lo que hiciste allí abajo… fue necesario —su voz era un raspado, apenas audible sobre el ruido del Nido—. Esos... esos no eran hombres. Eran bestias. Merecían lo que les diste.
Kaelen levantó la vista, sus ojos amatistas vacíos de emoción.
—Ellos hacían daño a los niños —dijo, con una lógica helada—. Tenían que parar.
Darian asintió, su mirada fija en el hacha de Kaelen.
—Sí. Pero la forma... muchos no habrían podido. Tú... no dudaste. ¿No sientes... nada?
Kaelen pensó en la pregunta. ¿Sentir?
Sentía el frío acero en su mano, la sangre seca bajo sus uñas, el hedor de la muerte en su ropa. Sentía el susurro constante en su mente.
Pero no culpa. No remordimiento. Solo una extraña quietud.
—Sentir es una debilidad —respondió.
Darian solo suspiró, un sonido pesado que parecía cargar el peso de todas las tragedias del mundo.
—Quizá. Quizá tengas razón, chico. Quizá solo los que no sienten pueden sobrevivir a esto.
Se alejó, su figura encorvada, dejando a Kaelen solo con sus pensamientos y el canto de las sombras.
Esa conversación, simple como fue, profundizó la extraña conexión entre ellos, una camaradería forjada en la misma forja de la pérdida.
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Mientras tanto, Seraphina florecía en esta atmósfera de caos y reconocimiento.
Su presencia junto a Kaelen era casi constante, una sombra melódica que lo seguía por los callejones de Grisel. Su sonrisa, siempre al borde de la demencia, se había vuelto más frecuente. Sus ojos azul gélido brillaban con una alegría retorcida cada vez que Kaelen ejecutaba un “trabajo” con su característica brutalidad.
—Son tan predecibles, ¿no crees, Kaelen? —susurró una noche, observando desde un tejado a un grupo de mercenarios del gremio rival extorsionando a un tendero—. Los humanos. Creen que la moralidad los salvará. Qué tontería. Solo el filo, solo el miedo, es real.
Kaelen no respondió, pero asintió. Había visto la "moralidad" del Valle del Sereno pulverizada bajo las garras de los Oni. El miedo era el único idioma universal.
Seraphina rió, un sonido ligero y cristalino.
—Tu silencio es tu mejor arma, alma de amatista. Nadie sabe qué piensas. Qué sientes. Te hace una pizarra perfecta para la locura.
Su mano rozó la suya, un toque frío pero magnético.
—Tu corazón roto es una promesa de dolor para el mundo. Y eso... eso es tan hermoso.
Su “amor” por él no era convencional; era una veneración por su capacidad de romper, de destruir, de ser el instrumento de la oscuridad.
Y Kaelen, en su creciente desapego, se estaba dejando envolver por ella.
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Los días siguientes trajeron consigo más contratos, algunos menores, otros que empujaban los límites de la crueldad.
Kaelen era imparable. Ya no era el joven del Valle del Sereno. Era el Fantasma de los Callejones, una manifestación de la brutalidad que gobernaba Grisel.
Una tarde, mientras se dirigía al mercado a recoger provisiones, su camino se cruzó con el de Kael, el guerrero.
El hombre salía de una de las pocas posadas que aún mantenían un atisbo de decencia, su armadura de cuero visible bajo una capa raída. Sus ojos verde esmeralda se fijaron en Kaelen, y un atisbo de sorpresa —y quizás de preocupación— cruzó su rostro.
—Kaelen —dijo, su voz áspera, más cautelosa de lo que Kaelen recordaba.
—Kael —respondió Kaelen, su voz era monótona, sin inflexión.
Kael se acercó, sus ojos escudriñando el cabello blanco y los ojos amatistas de Kaelen.
—¿Qué haces aquí? He oído... cosas. Dicen que te has unido a las ratas del Nido.
Su tono era de juicio, un resquicio de su vieja moral.
Kaelen se encogió de hombros.
—Sobrevivo.
—Sobrevivir no significa revolcarse en la inmundicia —replicó Kael, bajando la voz—. Esos del Nido... son escoria. Cazan a los débiles. ¿Es eso lo que haces ahora? ¿Golpear viejos y mercaderes asustados?
Kaelen no sintió el aguijón de la crítica. Las voces en su cabeza se burlaban de Kael:
> “¡Moralista! ¡Débil! Él morirá por su bondad.”
—Es mi trabajo —dijo Kaelen, sin emociones—. Consigo lo que necesito. Sobrevivo.
Kael soltó un bufido de frustración.
—Sobrevivir... hasta que te conviertas en lo mismo que combates. O lo que te hizo esto.
Su mirada se endureció.
—Escucha, yo... tengo mis contactos. Si necesitas algo... algo limpio... avísame. No te metas más en el barro de ese gremio. Terminarás perdido.
Kaelen lo miró fijamente. Una parte muy, muy pequeña de él, un eco distante de su viejo ser, sintió un atisbo de conexión. Pero la mayoría de él lo veía como una debilidad. Un ofrecimiento inútil.
—Estoy bien —dijo finalmente—. Este es mi camino ahora.
Kael lo observó por un momento más, con tristeza y resignación en los ojos.
—Como quieras, Kaelen. Solo... recuerda de dónde vienes. Y si algún día te cansas de este... infierno, busca a un viejo amigo. Quizá aún quede algo de ti que pueda ser salvado.
Y se alejó. Su figura se perdió entre la multitud. Un ancla de la "normalidad" que Kaelen había dejado atrás.
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La interacción con Kael, aunque breve, dejó una leve perturbación en el canto de las sombras.
Un recordatorio de lo que había perdido, de la persona que había sido.
Pero Seraphina, que apareció en ese momento como si lo hubiera estado esperando en la esquina, disipó rápidamente cualquier atisbo de duda.
—¿Problemas, mi amor? —preguntó, su voz era un arrullo, y su mano delgada y fría se posó en la mejilla de Kaelen.
Sus ojos escanearon el lugar donde Kael había estado, y una sonrisa irónica se dibujó en sus labios.
—Ah, un puritano. Siempre intentando salvar lo que ya está roto. Qué aburrido.
Kaelen miró a Seraphina. Su sonrisa, la forma en que sus ojos de ónice brillaban, la comprensión que ella le ofrecía de su propia oscuridad.
Ella no quería salvarlo. Quería verlo arder. Y arder con él.
—No importa —Kaelen dijo, su voz áspera—. No entiende.
Seraphina se rió, una melodía de cristal roto.
—No. No lo hace. Pero nosotros sí, ¿verdad, Kaelen? Nosotros sí. Y es por eso que somos más fuertes. Más verdaderos.
Se acercó más.
—Ven. Tengo un nuevo "trabajo". Unos cuantos ojos que necesitan ser arrancados. Y tú eres el mejor en eso.
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Mientras se alejaban, Kaelen sentía cómo el hilo que lo unía a su pasado se tensaba y, con cada paso, se deshilachaba.
La oferta de Kael había sido un recuerdo fugaz de un camino de redención,
pero la presencia de Seraphina era una promesa constante de poder
y una oscura comunión en la locura.
En Grisel, el Fantasma de los Callejones seguía su descenso,
guiado por el canto de las sombras y la mano helada de su compañera.
El sufrimiento y el gore no eran solo incidentes.
Eran la trama misma de su existencia,
la tinta con la que se escribía su nueva historia.
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