La ciudad de Grisel, siempre un nido de víboras, se retorcía ahora bajo una presión invisible.
La venganza de Kaelen contra el mensajero de Vane había sido un golpe brutal, un grito de guerra en el lenguaje de la carne y el hueso.
Pero Lord Silas Vane no era de los que se amedrentaban.
En lugar de eso, su juego se elevó, y sus hilos, invisibles y venenosos, comenzaron a tocar los cimientos mismos del poder en Grisel.
En el Nido del Tejedor, los efectos eran palpables.
La escasez de contratos se convirtió en una sequía.
La comida y los suministros básicos empezaron a encarecerse.
Los rostros de los mercenarios estaban más tensos, sus temperamentos más cortos.
El rumor de que el "Fantasma de los Callejones" había provocado la ira de un noble tan poderoso se extendía, y con él, el miedo.
—Nos está asfixiando —gruñó Gorok, su voz cargada de frustración.
Sus ojos de cerdo estaban inyectados en sangre por la falta de sueño—. Cada ruta que tocamos, cada contacto, está congelado. Vane tiene garras por toda la ciudad.
Seraphina, sentada en una silla con una gracia felina, sonrió, pero era una sonrisa sin alegría.
—La tela es grande, Kaelen. Y Vane es un tejedor paciente. Está cortando los hilos que nos conectan con el mundo.
Sus ojos azul gélido observaban a Kaelen con una expectación casi febril, como si esperara ver cómo su locura respondería a esta nueva presión.
Kaelen sentía la tensión.
El canto de las sombras en su mente se había convertido en un aullido constante, una cacofonía de desesperación y furia impotente.
Podía sentir la presión sobre el gremio, la vibración del miedo en los otros mercenarios, el creciente desespero de Gorok.
Le susurraban:
—¡Fuerza inútil! ¡Manipulación! ¡Busca al titiritero!
Fue entonces cuando la mano de Lord Silas Vane se movió con una precisión aún más cruel.
No tocó a Kaelen directamente, ni a Darian o a Seraphina.
Apuntó a un lazo frágil, pero que resonaba con la pérdida más antigua de Kaelen.
Una noche, un mensajero jadeante llegó al Nido, con la cara pálida de terror.
Habló de un ataque en el barrio de los eruditos, en la biblioteca donde el Maestro Elías había atesorado sus tomos.
Un fuego, provocado con una precisión quirúrgica, había reducido a cenizas la sección más antigua y valiosa de la biblioteca, aquella que albergaba los conocimientos prohibidos, los mapas de los viejos tiempos, los pergaminos sobre las ruinas olvidadas y los tomos de los seres antiguos.
Y no fue un accidente.
Los testigos hablaban de siluetas encapuchadas que se movían con una extraña gracia, susurraban palabras incomprensibles antes de desatar las llamas.
Y, lo peor de todo, los susurros se volvieron gritos: habían encontrado el cuerpo del viejo bibliotecario, su garganta cortada y sus ojos arrancados.
Kaelen sintió como si un puño de hielo le apretara el corazón.
El bibliotecario.
Un hombre que recordaba el afecto del Maestro Elías, que había compartido su pasión por los tomos prohibidos.
Un vestigio de su pasado, ahora borrado por una mano invisible.
La rabia que lo inundó no era la furia fría de la supervivencia, sino una rabia pura, ardiente, casi inextinguible.
Las voces en su mente se convirtieron en un grito de guerra, ensordecedor.
—¡Vane! ¡Págalo! ¡Todo! ¡Desgarra su carne! ¡Hazlo sufrir lo que él causa!
Era la primera vez que sentía una sed de venganza tan personal y tan abrumadora desde la masacre del Valle del Sereno.
—Vane. Eso fue Vane —susurró Seraphina, sus ojos azul gélido brillaban con una excitación incontrolable.
Había visto la expresión en el rostro de Kaelen, el endurecimiento de sus ojos amatistas, la tensión en su mandíbula.
Esta era la chispa que estaba esperando.
—Está apuntando a tus fantasmas, Kaelen. Es delicioso.
Pero la estrategia de Vane no terminaba allí.
Al mismo tiempo que el ataque a la biblioteca, una nueva fuerza se hizo sentir en las calles de Grisel.
Patrullas más frecuentes y mejor equipadas.
Redadas en los barrios bajos, no solo contra criminales comunes, sino contra cualquier figura que pareciera sospechosa, cualquier mercenario sin afiliación clara.
Y la voz de autoridad detrás de estas acciones era inconfundible.
El Gremio del Yunque Dorado.
El Yunque Dorado no era un simple gremio de mercenarios como el Nido del Tejedor.
Eran los "justicieros" de Grisel, los encargados de mantener un simulacro de orden, los que se encargaban de los crímenes que la Guardia de la Ciudad no podía o no quería manejar.
Estaban compuestos por guerreros curtidos, paladines caídos, y veteranos de guerra que aún creían en un código de honor, por muy retorcido que fuera en los tiempos actuales.
Eran la antítesis del Nido del Tejedor, y su líder, un hombre llamado Theron, el Inflexible, era conocido por su implacable sentido de la justicia, y su disgusto por los "depredadores del caos" como el Nido.
Kaelen sintió una oleada de recuerdos amargos al escuchar su nombre.
Kael, el guerrero, era uno de ellos.
Quizás no un miembro oficial del Yunque Dorado, pero sin duda simpatizaba con su causa y sus métodos.
La línea entre ellos y el Nido se había vuelto una brecha insalvable.
—Han declarado la guerra —gruñó Gorok, golpeando el mapa de nuevo—. Vane los está usando. El Yunque Dorado nos declarará 'parásitos de la ciudad' y vendrá por nosotros. Esta vez, no será solo por contratos. Será una purga.
La situación era crítica.
Asfixiados económicamente por Vane, y ahora enfrentando una guerra abierta con el Gremio del Yunque Dorado, la supervivencia del Nido del Tejedor estaba en juego.
Y en medio de todo esto, Kaelen se dio cuenta de laza del Flujo Sanguíneo Maligno que había usado en el mensajero de Vane había sido una declaración de guerra, no solo para el noble, sino para todos aquellos que creían en una justicia que él había abandonado hace mucho tiempo.
Mientras los mercenarios del Nido se preparaban para la inevitable confrontación, afilando armas y preparándose para defender sus muros, Kaelen sintió una nueva oleada de frialdad.
Su ira por el bibliotecario era un fuego en su interior, pero su mente, la parte rota por la locura, lo veía como un combustible, una herramienta más.
—Si Vane quiere guerra, la tendrá —dijo Kaelen, su voz era un susurro gutural, como el arrastrarse de una serpiente—. Y el Yunque Dorado será el campo de batalla.
Zoltan lo miró, sus ojos ónice brillaban con una astucia peligrosa.
—Tendremos que ser más inteligentes, Fantasma. Vane no es un bárbaro. Juega con piezas. Tendremos que quitarle algunas.
Seraphina sonrió, sus ojos azul gélido fijos en Kaelen, una admiración palpable en su rostro.
—Oh, Kaelen. La partida se ha vuelto mucho más interesante. La sangre correrá, y las almas se romperán. ¿No es esto lo que siempre quisimos?
Kaelen asintió.
Sí.
La locura lo había preparado para esto.
La brutalidad no era solo supervivencia, era el arte de esta nueva guerra.
Lejos de la mugre de los bajos fondos, en la cúspide de Grisel, en la torre más alta del Palacio de la Realeza, una figura sombría observaba la ciudad a través de una ventana arqueada.
Las luces parpadeantes de Grisel, como una miríada de velas en un mar de oscuridad, se extendían bajo su mirada.
La persona era de alta estatura, su silueta esbelta y poderosa, envuelta en ropajes de seda negra que absorbían la poca luz.
No se movía, era una estatua viviente, sus brazos cruzados a la espalda.
La luz de la luna, filtrada por una vidriera de colores oscuros, apenas revelaba los contornos de su rostro.
Sus ojos, de un púrpura profundo y casi sobrenatural, brillaban con una inteligencia antigua y un aburrimiento milenario.
Era Lord Valerius, el Consejero Real, una figura que raramente se dejaba ver en público, susurros de su linaje se remontaban a los primeros reyes de Grisel.
Se decía que poseía una sabiduría inmensa y un poder que superaba con creces al del Alcaide, el gobernante nominal de la ciudad.
Vane era su peón, un agente en un juego mucho más grande que el que el noble intrigante creía jugar.
—Interesante —la voz de Lord Valerius era un susurro, tan suave que apenas se escuchaba sobre el viento que silbaba a través de las almenas.
No había emoción en ella, solo una observación fría—. Un peón ha mordido. Y el gusano se retuerce.
La mirada de sus ojos purpúreos se detuvo en la zona de los muelles, donde el informante de Vane había sido brutalmente "reeducado".
—Y el Fantasma... una pieza caótica. Podría ser... útil. O un estorbo. Veremos qué tan rápido se quiebra.
Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en los labios de Lord Valerius.
El juego en Grisel apenas comenzaba, y él, la verdadera araña en el centro de la telaraña, estaba listo para tirar de sus hilos, observando cómo las piezas danzaban y sangraban en su tablero.
La llegada del Fantasma, el enfrentamiento de los gremios, todo era un mero divertimento.
Por ahora.
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