Capítulo 15: La Agonía Lenta de Grisel

La Declaración de Guerra no llegó con fanfarrias ni proclamas.

Se manifestó en la sangre que empapó el adoquín de las calles de Grisel,

en los gritos que rasgaron la noche,

y en el lento y metódico asedio que el Gremio del Yunque Dorado impuso sobre el Nido del Tejedor.

Lord Silas Vane había tejido su telaraña con una astucia diabólica,

cortando los suministros y los contratos del Nido,

dejando a sus mercenarios hambrientos y desesperados,

la carne perfecta para ser desgarrada por los "justicieros" de Theron, el Inflexible.

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En el Nido, el aire era un espeso caldo de tensión.

El hedor a miedo, sudor y el metálico aroma de la sangre que ya había comenzado a derramarse

se mezclaba con el hollín de los braseros.

Los mercenarios, más acostumbrados a la brutalidad rápida y decisiva,

se desesperaban ante la guerra de desgaste.

El canto de las sombras en la mente de Kaelen se había transformado en un rugido constante,

una sinfonía de advertencias y oportunidades,

pero también de una profunda frustración ante la lentitud del proceso,

la impotencia de su brutalidad directa frente a la manipulación invisible de Vane.

—¡Trampa! ¡Hambre! ¡Lento! ¡Corta! ¡Desgarra! —clamaban las voces.

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El primer golpe del Yunque Dorado fue quirúrgico.

No asaltaron el Nido directamente.

En cambio, atacaron sus puntos débiles:

los almacenes de alimentos clandestinos,

los contactos de contrabando,

las casas de juego que financiaban al gremio.

Los hombres del Yunque Dorado, liderados por figuras como Kael, el guerrero,

se movían con una disciplina y un equipamiento que superaban con creces

a las raquíticas fuerzas del Nido.

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Kaelen fue enviado a defender uno de los almacenes,

un laberinto de barriles y cajas que servía como su principal despensa de provisiones.

Estaba con Darian y un puñado de mercenarios del Nido,

sus rostros tensos y agotados.

La emboscada del Yunque Dorado fue implacable.

Guerreros vestidos con armaduras más limpias y portando el símbolo del Yunque Dorado

–un martillo sobre un escudo–

cayeron sobre ellos con un furioso grito de guerra.

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La refriega fue una explosión de violencia.

Espadas chocaron contra el acero, la carne fue perforada,

los gritos de dolor se mezclaron con el sonido de los huesos quebrándose.

Kaelen se movía como un espectro, su hacha un blur asesino.

Cada golpe suyo no era solo para matar, sino para mutilar, para infundir terror.

Un guerrero del Yunque Dorado,

un hombre fornido con un hacha a dos manos, se lanzó sobre él.

Kaelen no esquivó. Activó su Piel de Sombra,

su piel se oscureció y se endureció por un instante.

El golpe del hacha, aunque poderoso, solo lo rozó.

Luego, Kaelen contraatacó.

No apuntó a matar al instante.

Apuntó a la rodilla, a la ingle, a los tendones.

El hacha se hundió en el muslo del hombre,

abriéndolo con un sonido húmedo y nauseabundo.

La sangre brotó a borbotones, empapando el piso.

Mientras el guerrero caía, Kaelen extendió una mano,

activando el Flujo Sanguíneo Maligno.

La herida se abrió aún más,

una fuente carmesí que no coagulaba.

El hombre gritó, sus ojos desorbitados de horror al ver su propia vida drenarse tan rápido,

la carne se volvía pálida y fría.

Su agonía se prolongó,

un espectáculo sangriento para sus compañeros.

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Darian, a su lado, luchaba como una bestia herida,

su martillo de guerra pulverizando cráneos y extremidades.

Sus ojos azul cielo ardían con una furia descontrolada,

y su aliento era un rugido gutural.

Los hombres del Yunque Dorado, si bien disciplinados,

no estaban preparados para la ferocidad desquiciada que el Nido,

bajo la influencia de Kaelen, podía desatar.

Pero eran más numerosos, mejor organizados.

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Y entonces, Kaelen lo vio.

Una figura familiar,

moviéndose con la eficiencia letal de un depredador curtido.

Kael, el guerrero, abriéndose paso entre la refriega,

su machete brillaba con una luz mortal.

Sus ojos verde esmeralda se fijaron en Kaelen,

y una expresión de horror y determinación cruzó su rostro.

No lo había olvidado.

Kael lo vio no como un enemigo,

sino como un alma perdida,

un joven que había caído en una oscuridad que él, Kael, combatía.

—Kaelen —la voz de Kael era un gruñido,

llena de una mezcla de lástima y una convicción de hierro—.

Detén esta locura. Esto no es honor. Esto es carnicería.

Kaelen sonrió, una mueca vacía.

—Esto es Grisel, Kael. Esto es supervivencia.

No hubo un enfrentamiento directo de palabras.

Kael se lanzó al ataque,

no con ira descontrolada,

sino con la fría precisión de un experto.

Sus golpes estaban diseñados para desarmar,

para inmovilizar, no para matar si era posible.

Pero Kaelen no jugaba con esas reglas.

Las voces en su cabeza se burlaban de la "moral" de Kael.

—¡Débil! ¡Ciega! ¡Rómpelo! ¡Muéstrale la verdadera Grisel!

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La lucha fue un torbellino de acero y carne.

Kael era rápido, un torbellino de golpes que Kaelen apenas podía bloquear.

Sus habilidades eran superiores en un combate tradicional.

Pero Kaelen ya no era tradicional.

Su Visión de Eco Sombrío le permitía anticipar los movimientos de Kael

por el rastro de su ira y determinación.

Y su locura le daba una indiferencia al dolor que Kael no podía igualar.

Kaelen no se preocupó por sus propias heridas;

cada corte era solo una distracción.

En cambio, activó su Eco del Tormento.

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Una ola de miedo y desesperación,

alimentada por las propias experiencias de Kaelen en el Valle del Sereno

y las atrocidades que había cometido,

inundó el espacio entre ellos.

Kael sintió un escalofrío.

Sus movimientos flaquearon por un instante,

su mente se vio asaltada por imágenes de sus propias pérdidas,

de los errores que lo perseguían.

La duda, el terror, lo golpearon con una fuerza inesperada.

La visión de Kaelen, con sus ojos amatistas ardientes y su sonrisa vacía,

pareció deformarse en la de un demonio.

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Fue solo un instante de vacilación,

pero fue suficiente.

Kaelen lo aprovechó.

No atacó con el hacha.

En su lugar, Kaelen extendió una mano, sus dedos afilados,

y se abalanzó hacia el rostro de Kael.

Con una velocidad brutal, sus dedos se hundieron en el ojo de Kael.

No hubo un grito.

Solo un sonido húmedo, un desgarro,

y un borbotón de sangre oscura que salpicó el rostro de Kaelen.

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Kael se desplomó, gritando,

llevándose las manos a la cara, el ojo destrozado,

la cuenca ahora un pozo sangriento.

No estaba muerto, pero estaba destrozado, cegado.

La Visión de Eco Sombrío le mostró el torbellino de dolor,

de conmoción, de rabia impotente en la mente de Kael.

Fue una victoria brutal, despiadada,

que dejó a Kael como un recordatorio del costo de la moralidad en Grisel.

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El resto de la batalla en el almacén fue un desastre para el Nido.

A pesar de la brutalidad de Kaelen,

la disciplina del Yunque Dorado era superior.

Con Kael caído, sus compañeros se retiraron,

no sin antes infligir un daño considerable.

El almacén quedó en ruinas,

las provisiones destruidas,

y varios mercenarios del Nido yacían muertos o gravemente heridos.

El costo de la victoria de Kaelen sobre Kael

fue la pérdida de uno de los pocos bastiones de suministro del Nido.

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La guerra entre los gremios se convirtió en un proceso lento y sufrido.

El Yunque Dorado, bajo la sutil influencia de Vane,

no buscó la aniquilación total del Nido,

sino su erosión lenta y dolorosa.

Atacaban sus rutas de contrabando,

saboteaban sus operaciones,

incriminaban a sus miembros ante la Guardia,

y confiscaban sus pocos recursos.

Era una táctica de estrangulamiento,

diseñada para llevar al Nido a la desesperación,

forzándolos a tomar riesgos cada vez mayores,

a desangrarse poco a poco.

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El Nido, ya en una posición precaria,

se vio obligado a retirarse de varios distritos,

sus territorios se encogieron como la piel de un cadáver reseco.

Los mercenarios morían de hambre

o eran capturados y "reeducados" por el Yunque Dorado,

sus rostros marcados por la disciplina o el castigo.

El gremio de Kael estaba anexando territorios,

consolidando su poder,

aprovechando cada debilidad del Nido.

La moral en el Nido se desplomaba.

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Zoltan, con su rostro más pálido y sus ojos ónice más vacíos que nunca,

apenas salía de su estudio,

susurrando sobre posibles "puntos de inflexión" que nunca llegaban.

Darian, con sus manos vendadas y su ojo cicatrizado,

se movía como un fantasma,

su furia silenciosa apenas contenida.

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Seraphina, sin embargo, se deleitaba en la carnicería lenta.

Sus ojos azul gélido brillaban con una alegría demente.

—La sangre fluye, Kaelen —susurró una noche,

mientras observaban desde el Nido

cómo una patrulla del Yunque Dorado masacraba

a unos traficantes de esclavos afiliados al Nido.

No había piedad en sus ojos, solo la fría apreciación del caos.

—Es hermosa. ¿No lo es? Ver cómo la vida se desangra lentamente.

Kaelen no respondió, pero asintió.

La visión de Kael, ciego y quebrado, se reproducía en su mente.

No sentía culpa. Solo una fría satisfacción.

Había ganado,

incluso si su victoria era el inicio de una derrota mayor para su gremio.

La lentitud del sufrimiento,

la agonía prolongada,

era una nueva lección de brutalidad que Silas Vane estaba impartiendo.

Y Kaelen, con sus ojos amatistas vacíos, estaba aprendiendo.

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Mientras la ciudad se desangraba lentamente en la guerra de los gremios,

muy por encima de las calles ensangrentadas,

en la torre más alta del Palacio de la Realeza,

Lord Valerius, el Consejero Real, observaba la masacre.

Sus ojos de un púrpura profundo eran la única luz en la oscuridad de su cámara.

Un sirviente se acercó,

la noticia del "Fantasma de los Callejones"

y la brutalidad de su resistencia a Vane

eran el tema de conversación en la corte.

—La rata blanca es interesante —Valerius susurró,

su voz era un arrullo etéreo, sin emoción—.

Más de lo que esperaba de un simple peón.

Y el martillo... se está volviendo demasiado eficiente.

Necesitará una rienda.

Una sonrisa inescrutable se dibujó en los labios del Consejero Real.

La guerra entre los gremios era solo el preludio.

La sangre que se derramaba en las calles

era solo el abono para el verdadero juego que estaba a punto de comenzar.

Y el Fantasma de los Callejones,

con su locura y su brutalidad,

era una pieza que Valerius aún no había decidido si aplastar…

o moldear a su voluntad.

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