Capítulo 16: Los Salones del Poder y el Silencio de la Fe

La guerra silenciosa de Lord Silas Vane había estrangulado al Nido del Tejedor,

reduciendo sus dominios y sus recursos a una fracción de lo que una vez fueron.

La brutalidad de Kaelen, aunque temida,

no podía luchar contra el hambre o la intriga.

El Gremio del Yunque Dorado, envalentonado por sus victorias

y las bendiciones encubiertas de Vane,

consolidaba su control sobre los barrios bajos.

Sus patrullas, con sus insignias de martillo y escudo,

ahora eran una vista común incluso en los callejones más profundos.

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En el Nido, la desesperación se había asentado.

El aire era pesado con la frustración de la derrota lenta.

Los mercenarios, flacos y demacrados,

apenas podían defender sus menguantes territorios.

Gorok, con su rostro surcado por nuevas líneas de agotamiento,

se sentía impotente.

Zoltan, el Orador de Sombras, había dejado de ofrecer consejos,

sus ojos ónice miraban con una resignación vacía.

Darian, sus manos sanando lentamente y marcadas por la tortura,

ahora forjaba armas con una furia silenciosa.

Cada golpe de su martillo era un lamento por la inevitable caída.

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Seraphina, sin embargo, no mostraba signos de abatimiento.

Sus ojos azul gélido brillaban con una intensidad perturbadora,

como si el caos y la derrota del Nido fueran solo un preludio a algo más grandioso.

—Los viejos reinos deben arder para que nazcan los nuevos, Kaelen —susurró una tarde,

mientras observaban una redada del Yunque Dorado

que acababa en una masacre unilateral—.

La agonía es el fertilizante del cambio.

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Kaelen la escuchaba, su rostro era una máscara de indiferencia.

El canto de las sombras en su mente

se había vuelto una vorágine de susurros:

La angustia de los moribundos,

el hambre de los desposeídos,

el eco de los huesos quebrándose bajo los martillos del Yunque Dorado.

Le gritaban sobre la inevitabilidad de la destrucción,

sobre cómo el Nido, en su debilidad,

no era más que carne para la picadora.

—¡Debilidad! ¡Caerán! ¡Busca tu propio camino! ¡Solo tú eres la fuerza!

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La presión sobre el Nido se volvió insostenible

cuando el Yunque Dorado anunció un ultimátum:

> El Nido debía disolverse

y sus miembros unirse al Yunque

o ser ejecutados como "criminales de guerra".

La traición se cernía en el aire.

Algunos mercenarios comenzaron a desertar,

buscando clemencia en el Yunque.

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Fue en este punto de quiebre que Kaelen tomó una decisión.

No era de lealtad,

sino de cálculo frío.

Si el Nido caía,

él perdería su base de operaciones, su fuente de trabajo,

y Seraphina, su compañera en la locura,

podría quedar expuesta.

No podía permitirlo.

—No huiremos —dijo Kaelen a Gorok, su voz era un gruñido bajo—.

Los atacaremos. Una última vez. En su corazón.

Gorok lo miró con sorpresa,

luego con una chispa de esperanza moribunda.

—Es un suicidio, Fantasma. Son demasiados. Demasiado fuertes.

—No necesitamos ganar —replicó Kaelen,

sus ojos amatistas brillaban con una luz perturbadora—.

Necesitamos enviar un mensaje. Uno que no olvidarán.

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Los Hilos Superiores de Grisel: El Palacio y la Fe

Mientras Kaelen planeaba su desesperado contraataque,

muy por encima de las cloacas y los callejones ensangrentados de Grisel,

la verdadera partida se jugaba en los salones de mármol del Palacio Real.

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El Rey Theron II de Grisel no era un monarca de hierro,

sino un hombre de edad avanzada,

su rostro surcado por las preocupaciones y la indecisión.

Su salud era frágil, y su mirada, antes orgullosa, ahora era a menudo esquiva.

Se sentaba en su trono, un imponente asiento tallado en piedra negra y oro,

mientras los murmullos de su Corte Real se extendían como una plaga.

Nobles, consejeros, generales:

todas hienas hambrientas, conspirando, susurrando, buscando influir.

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Entre ellos, la figura más prominente era Lord Valerius, el Consejero Real.

Él no gritaba ni conspiraba abiertamente.

Su poder era el silencio.

Se movía por los salones del palacio como una sombra,

sus ojos de púrpura profundo observando cada gesto, cada susurro.

Su influencia sobre el Rey era incuestionable.

Una mano invisible que guiaba las decisiones de Grisel.

Se susurraba que Valerius era el verdadero poder detrás del trono,

el cerebro detrás de la reciente purga de las facciones criminales

y el ascenso del Yunque Dorado.

No actuaba por el bien del reino,

sino por sus propios y enigmáticos designios.

—El Gremio del Yunque Dorado ha demostrado ser... eficiente —

la voz sedosa de Valerius resonó en la sala del trono,

silenciando a la corte—.

Han pacificado los bajos fondos, Rey Theron.

La escoria del Nido del Tejedor será pronto erradicada,

y Grisel será más segura.

El Rey Theron asintió débilmente.

—Eso es bueno, Valerius. Grisel necesita paz.

Los rumores de caos no nos sirven en estos tiempos.

Especialmente con las tensiones con las Ciudades Libres del Norte.

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La mención de las tensiones con las Ciudades Libres

era una referencia a los verdaderos conflictos de la corona:

Intrigas internacionales.

Disputas territoriales.

La amenaza de las fuerzas bárbaras en las fronteras.

Y los susurros de una antigua magia despertando en las profundidades de la tierra.

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Para manejar estos conflictos mayores,

el Rey dependía de un grupo selecto de individuos de élite:

Los Custodios de la Corona.

No eran mercenarios comunes.

Eran espías, diplomáticos, guerreros entrenados en tácticas ocultas.

Su cuartel era secreto.

Sus nombres, desconocidos.

Sus misiones, continentales.

Para ellos, la guerra de gremios en Grisel

era un mero disturbio local.

—Los Custodios están ya desplegados en el Norte, mi Rey —aseguró Valerius—.

La amenaza bárbara está contenida.

Y en cuanto a las Ciudades Libres...

sus emisarios están siendo... persuadidos.

El Rey suspiró, aliviado.

Sin saber que la “persuasión” de Valerius

implicaba manipulación, sabotaje,

o el uso de agentes como Silas Vane.

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La Fe de Grisel: La Gran Iglesia

A cierta distancia de la Corte,

pero con un poder innegable,

se alzaba el templo de la Gran Iglesia de Grisel,

dedicado al Dios del Sol y la Justicia: Solarian.

Su líder, el Archibispo Seraphus,

era un hombre de rostro severo y voz resonante.

Predicaba la pureza,

la luz

y la erradicación del mal.

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La Iglesia condenaba la corrupción…

aunque muchos de sus clérigos la practicaban.

Condenaban la brutalidad de los gremios criminales,

y aplaudían públicamente las acciones del Yunque Dorado.

Los bendecían como instrumentos de la voluntad divina.

Sus sermones exigían la limpieza de la ciudad.

La erradicación de las sombras que amenazaban la luz de Solarian.

Y para ellos, el “Fantasma de los Callejones”

era la encarnación de esa sombra:

una abominación a ser purgada.

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—¡La luz de Solarian purifica Grisel!

—tronó la voz del Archibispo esa tarde.

—Los demonios de la oscuridad están siendo expulsados

por los valientes martillos del Yunque Dorado.

¡Pero no debemos olvidar al más vil de ellos!

El ‘Fantasma de los Callejones’.

¡Heraldo de la desolación, cuyo corazón está podrido por la depravación!

¡Él es la personificación de la blasfemia contra la vida!

Los fieles murmuraron en aprobación.

El fervor religioso crecía.

Y la Iglesia movilizaba ya a sus templarios.

No solo para apoyar al Yunque…

sino para cazar al Fantasma si era necesario,

y llevarlo ante la justicia divina.

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El Fantasma se Mueve

La noche en que Kaelen decidió contraatacar,

la luna colgaba como un ojo ciego sobre Grisel.

El Nido del Tejedor era una fortaleza asediada.

Sus hombres, listos para una batalla que sabían que probablemente perderían.

La guerra no era solo por territorio.

Era por supervivencia.

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Kaelen se reunió con Seraphina.

Sus ojos amatistas se encontraron con los azul gélido de ella.

No había miedo en Kaelen.

Solo una fría resolución.

Había comprendido que la guerra

no era solo un asunto de puños y hachas.

Era un juego de hilos.

Un baile entre brutalidad e intriga.

Y él…

el Fantasma…

era una pieza caótica

que Valerius,

la Corte,

y la Gran Iglesia

aún no comprendían del todo.

Pero lo harían.

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La sangre que derramaría

en la batalla final del Nido

sería un eco que resonaría

en los sagrados salones del Rey,

en las cámaras más oscuras de la Gran Iglesia,

y en los oídos de los Custodios de la Corona.

El dolor estaba por comenzar.

Un dolor lento,

agonizante,

que no solo afectaría cuerpos,

sino mentes,

fe,

y la propia estructura de Grisel.

Y Kaelen,

el instrumento de la locura,

estaba listo para ser el catalizador del sufrimiento.

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