Habían pasado ya dos trimestres desde que Ares, Liana y Agust comenzaron su vida en la Academia Mágica Suprema. El tiempo voló entre entrenamientos, clases intensas y misiones prácticas. El ambiente era exigente, y la competencia, feroz. Algunos estudiantes se quebraban por la presión, otros simplemente desaparecían del mapa, pero los tres miembros del Grupo 4 habían logrado mantenerse en pie… aunque no al mismo ritmo.
Ares había dedicado buena parte de ese tiempo a entrenar en secreto su fuego azul. Cada noche, después de las clases, se encerraba en la pequeña cámara de práctica que había encontrado en los túneles bajo la torre este. Lanzaba hechizos, se concentraba, gritaba incluso. Pero el fuego seguía igual de salvaje, igual de incontrolable. Lo sentía arder en su interior, como una bestia dormida que se negaba a despertar completamente.
—Otra vez… —susurró, jadeando tras un nuevo intento fallido. Las chispas azules se desvanecieron como si se burlaran de él.
Mientras tanto, Liana no dejaba de avanzar. Su control sobre la magia de la naturaleza se volvía cada vez más refinado. Ya no sólo invocaba raíces o manipulaba plantas: ahora podía incluso sincronizarse con el entorno del bosque artificial del campus, aumentando su poder en esas zonas. Alcanzó el nivel 49, apenas a un paso del umbral que separaba a los estudiantes promedio de los verdaderos prodigios.
Agust, por otro lado, parecía imparable. Su magia de hielo se volvía más letal y precisa con cada duelo. Había recuperado su orgullo tras la cacería de los wolflys, y pronto volvió a mirar a Ares por encima del hombro. A nivel 55, era de los alumnos mejor posicionados en toda la generación.
Ares, en cambio, apenas había alcanzado el nivel 29. Aunque no era un mal resultado, la diferencia comenzaba a hacerse notar. Los susurros entre pasillos, las miradas de duda, incluso Trébol comenzaba a enfocarse más en Liana y Agust durante los entrenamientos.
Y aunque él intentaba mantener la cabeza alta, la verdad es que cada día se sentía más pequeño.