Lyra
La noche pesaba sobre el templo.
La luna estaba alta, pálida y redonda, observándome con una intensidad que parecía personal.
Estaba sola en mi habitación.
O eso creía.
—Siempre me dejas fuera —dijo una voz desde las sombras.
No me sobresalté.
Mi piel ya lo había sentido llegar.
—No rompiste mi orden —dije, sin mirarlo aún.
—Pero estuve a un paso de hacerlo.
Giré lentamente.
Alaric.
Con el cabello mojado, sin la capa, los músculos tensos bajo una camisa blanca mal abotonada.
Olía a bosque y a rabia contenida.
Pero sus ojos…
sus ojos estaban ardiendo por mí.
—¿A qué vienes?
—A rendirme.
Lo dijo sin vergüenza.
Como si por fin entendiera lo que yo ya sabía.
—Tarde —susurré.
—Entonces dame una última vez.
Una noche.
Sin cadenas.
Sin manada.
Solo tú y yo.
Me acerqué.
Despacio.
Sintiendo cómo la atmósfera se quebraba con cada paso.
—¿Una última vez?
—O la primera…
donde tú mandes.
Silencio.
Respiración agitada.
El aire nos devoraba antes de que lo hiciéramos entre nosotros.
Lo besé.
Feroz. Salvaje. Mía.
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Sus labios fueron una guerra declarada.
Sus manos temblaban al recorrer mi cuerpo, como si tocarme fuera un privilegio que creía perdido.
—No sabes cuánto lo soñé —murmuró entre besos.
—Entonces no despiertes —le susurré, empujándolo contra la cama.
Subí sobre él.
Mis piernas lo encerraron.
Mis uñas rasgaron su camisa.
Mi lengua dibujó un camino desde su cuello hasta su pecho.
—Dime que soy tu reina —ordené.
—Lo eres.
—Dímelo mejor.
—Eres mi condena… y mi cielo.
Mi Luna Alfa.
Me estremecí.
Tomé el control de la noche.
Lo desnudé con las manos firmes y la mirada decidida.
Él dejó que lo hiciera.
Porque por fin entendía quién era yo.
Lo monté despacio.
Mirándolo a los ojos.
Quería que sintiera cada movimiento.
Cada gemido.
Cada fuego.
Y él…
él me adoró con el cuerpo como si fuera un templo.
Como si cada embestida fuera un rezo.
Como si estuviera rogando que nunca me fuera.
No hubo gritos.
Ni promesas vacías.
Solo placer crudo.
Verdad en la piel.
Y el silencio de dos cuerpos que por fin se entendían sin palabras.
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Después, cuando el sudor aún brillaba en nuestros pechos, y su respiración golpeaba mi cuello, dijo:
—¿Es esto perdón?
—No —susurré—.
Esto es despedida.
Se tensó.
—¿Qué?
Me levanté. Me puse la capa. Caminé hasta la ventana.
—Esta fue tu última oportunidad de tocarme como hombre.
Desde mañana…
si quieres estar cerca de mí, tendrás que pelear como igual.
Y reinar como súbdito.
Alaric no respondió.
No podía.
Porque me había tenido.
Había probado el cielo.
Y sabía…
que ya no le pertenecía.
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Alaric
La vi alejarse con la luna en la espalda.
Y supe que ya no era solo mía.
Ni de Kael.
Ni de nadie.
Era libre.
Poderosa.
Y peligrosa.
La noche fue mía.
Pero el futuro…
ya no.