Lyra
Había un silencio espeso en el templo.
Cada paso que daba resonaba como un trueno.
Los líderes del consejo estaban de pie.
Los representantes de las manadas presentes.
Y al centro…
él.
Alaric.
Con la espalda recta, la mandíbula apretada…
pero los ojos vacíos.
Y detrás, en la sombra, Kael.
Apoyado contra una columna.
Observando.
Esperando.
Ardiendo.
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Me detuve frente a todos.
—Hoy, como Luna Alfa del Nuevo Ciclo, vengo a romper el último lazo que aún me ataba al pasado.
Vi a Alaric tragar saliva.
Sus manos temblaban apenas.
—Fuiste el primero en marcarme sin mi permiso.
Fuiste fuerza, posesión, fuego frío.
Lo miré.
Directo.
Desnudo.
—Pero yo no soy más tuya.
No por pacto, ni poder, ni sexo.
No por miedo, ni historia, ni culpa.
Tomé la daga ceremonial.
La pasé por mi muñeca izquierda, donde aún quedaba la cicatriz de su marca.
La sangre cayó…
y la luna brilló más fuerte.
—Hoy me libero de ti.
Y ante todos, alzando la daga ensangrentada, pronuncié las palabras antiguas:
—“Rompo la marca.
Rompo el poder.
Rompo el lazo.
Y renazco sola.”
Un rugido estalló entre los presentes.
Alaric bajó la mirada.
Ya no era el Alfa.
Ya no era su luna.
Yo era la reina que lo había dejado atrás.
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Kael
Quise gritar.
Quise avanzar.
Quise reclamarla frente a todos.
Pero no lo hice.
Porque entendí algo en su mirada:
No necesitaba que yo la defendiera.
Necesitaba que la viera reinar.
Y eso hice.
Desde mi sombra.
Desde mi fuego.
Desde el deseo más primitivo que me hacía temblar por ella.
Cuando bajó la daga, sus ojos me buscaron.
No sonrió.
Solo me reconoció.
Y eso fue más poderoso que cualquier beso.
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Alaric
No sangré.
No hablé.
No lloré.
Solo sentí algo romperse dentro de mí.
No por la pérdida.
Sino por la verdad:
Nunca fue mía.
Y ahora lo sabía todo el mundo.
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Lyra
Esa noche, subí sola a la cima del templo.
Pero no por mucho.
Sentí sus pasos.
El crujido de las hojas.
El olor salvaje de su presencia.
—¿Vienes como Kael… o como alfa?
—Como ambos.
Pero esta vez…
esperaré que tú me invites.
Me giré.
Desnuda bajo la capa de la luna.
—Entonces entra.
Este templo es tuyo.
Y Kael entró.
Sin palabras.
Sin miedo.
Y cuando se acostó junto a mí, con su mano en mi espalda y su aliento en mi cuello, susurró:
—Nadie más te toca.
Nadie más te marca.
Eres solo mía.
—Lo soy —le dije—.
Porque yo lo decidí.
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Y así, el rugido de una nueva era comenzó… con placer, fuego y libertad.