Los primeros días en el seminario fueron un torbellino de emociones para Thomas. Todo era nuevo: las reglas estrictas, los horarios marcados, las oraciones en grupo y las largas horas de estudio. Aunque al principio se sintió abrumado, su determinación y fe lo mantuvieron firme.
Conoció a otros jóvenes que, como él, habían decidido seguir el llamado de Dios. Algunos eran amigables y compartían su pasión, mientras que otros mostraban dudas o competencia. Thomas aprendió rápidamente que el camino no solo requería fe, sino también paciencia y humildad para convivir y crecer junto a los demás.
El rector y los profesores eran exigentes, pero también atentos. Thomas se destacó por su dedicación y respeto, ganándose poco a poco la confianza de sus maestros.
Cada noche, antes de dormir, repetía su oración, pidiendo fuerza para superar los retos y sabiduría para entender su vocación.
Aunque el camino era difícil, Thomas sentía que estaba exactamente donde debía estar.