Después de superar su primera gran prueba, Thomas sintió que su vocación se hacía cada vez más clara y profunda. Ya no era solo un sueño lejano, sino una misión que debía cumplir con todo su ser.
Durante las misas diarias y las horas de meditación, comenzó a experimentar momentos de una conexión espiritual intensa, como si Dios le hablara directamente al corazón.
Un día, mientras ayudaba en una visita a un hospital cercano, vio el sufrimiento y la esperanza en los ojos de los enfermos y sus familias. Esa experiencia le enseñó que su futuro ministerio no solo sería de palabras, sino también de consuelo y servicio concreto.
En sus cartas a casa, compartía estas vivencias con su familia, quienes se llenaban de orgullo y le enviaban sus oraciones y apoyo constante.
Thomas comprendió que el camino hacia el papado sería largo y lleno de desafíos, pero también lleno de momentos que le darían sentido y fuerza para seguir adelante.