El peso fue lo último que María Valdés sintió. No un peso físico, sino la carga aplastante de mil expectativas incumplidas, de noches sin dormir y de un futuro que se sentía como un muro de granito.
A sus veintiún años, el mundo moderno, con su ritmo implacable y sus demandas incesantes, la había desgastado hasta dejarla en carne viva. La universidad, la familia, la soledad en una ciudad que nunca se detenía... todo se había vuelto un ruido ensordecedor.
En la quietud de su pequeño apartamento, tomó una decisión. No fue un arrebato, sino la conclusión lógica a una ecuación de dolor que ya no sabía resolver. Cerró los ojos, y en un último acto de desesperación por encontrar la paz, puso fin a su existencia. El ruido, por fin, se detuvo.
El silencio no duró.
Fue reemplazado por el murmullo del viento entre hojas desconocidas, el canto de aves exóticas y el lejano sonido de agua corriendo. El olor era a tierra húmeda, a flores silvestres y a descomposición vegetal. La oscuridad dio paso a una luz verdosa y moteada que se filtraba a través de un denso dosel de árboles.
María, o la conciencia que había sido María, parpadeó. El cuerpo que habitaba no respondía como el suyo. Se sentía pequeño, frágil, y yacía sobre un lecho de musgo suave. Levantó una mano frente a su rostro y la vio con una claridad desconcertante: era la mano de una niña, de piel morena y dedos delgados. El pánico, frío y afilado, amenazó con ahogarla.
Se incorporó de golpe, el corazón martilleando en un pecho que no era el suyo. Estaba sola, en medio de una selva tan vibrante y abrumadora que parecía respirar a su alrededor. No había rastro de civilización. Solo árboles gigantescos, lianas que colgaban como serpientes y el suelo cubierto por una alfombra de vegetación.
Tropezando, se puso de pie y se acercó a un arroyo cercano, siguiendo el sonido del agua. Al inclinarse sobre la corriente cristalina, vio su reflejo por primera vez. La niña que le devolvía la mirada tendría unos once años. Su cabello, de un negro azabache intenso, le caía por la espalda, enredado con hojas y ramitas. Su piel, tostada por un sol que aún no conocía. Pero fueron los ojos los que le robaron el aliento. En el reflejo del agua, un destello antinatural brilló, y el castaño oscuro que esperaba ver se transformó en un oro líquido y vibrante. Eran los ojos de un depredador, de un dios.
En ese instante, el terror se disolvió y fue reemplazado por una certeza escalofriante y embriagadora. Esto no era el más allá. Esto era una segunda oportunidad.
Una oleada de sed la golpeó. Instintivamente, pensó en la botella de agua que siempre tenía en su escritorio, en el frío del plástico, en el sabor insípido y purificado. Un tirón sutil, casi imperceptible, ocurrió en un lugar que no estaba en su cuerpo, sino en su mente. Sin pensarlo, extendió la mano y, de la nada, sus dedos se cerraron sobre un objeto que no existía un segundo antes.
No era una botella de plástico. Era una pequeña cantimplora de cerámica, llena de agua fresca. La dejó caer al suelo con un grito ahogado, retrocediendo. El objeto yacía en la hierba, tan real como las piedras bajo sus pies.
Era su conocimiento. Su poder. Una ventaja en un mundo que aún no conocía el hierro.
Mientras su mente de veintiún años procesaba la inmensidad de lo que acababa de suceder, el sonido de ramas quebrándose cerca la sacó de su estupor. El miedo primario, animal, la golpeó con fuerza. Se agachó instintivamente detrás de un arbusto, el corazón de nuevo desbocado.
Tres figuras emergieron de entre los árboles. La mente de María gritó. ¿Qué es esto? ¿Algún tipo de recreación histórica? ¿Una tribu no contactada? Llevaban poco más que taparrabos y sus pieles estaban decoradas con pintura ocre. Sus armas no eran de metal; eran lanzas de madera tosca con puntas de una piedra negra y afilada que reconoció de sus libros de historia. Obsidiana.
Uno de ellos, claramente el líder por su porte, levantó una mano para detener a sus compañeros. Su mirada barrió el claro, no con la parsimonia de un paseo, sino con la intensidad de un depredador que conoce su territorio. Se fijó en la cantimplora de cerámica. La señaló con la barbilla, y los otros dos tensaron sus cuerpos, agarrando con más fuerza sus lanzas.
Lentamente, el líder se acercó y recogió el objeto. Lo giró en sus manos, sintiendo la finura de una arcilla y una cocción superiores a las de su pueblo. Frunció el ceño. Fue entonces cuando sus ojos se posaron en el arbusto donde ella se escondía.
La vio. La pequeña figura de una niña acurrucada. Por un instante, solo hubo sorpresa. Pero entonces, la luz del sol se filtró entre las hojas e incidió directamente en el rostro de ella. Sus ojos dorados brillaron con una intensidad sobrenatural.
El cazador dejó escapar un jadeo ahogado y retrocedió bruscamente, como si lo hubieran golpeado. Su rostro pasó de la sorpresa a un temor reverencial. Dejó caer la cantimplora y se arrodilló, bajando la cabeza. Los otros dos cazadores, al ver la reacción de su líder y vislumbrar el destello dorado, imitaron el gesto con torpeza, murmurando palabras en una lengua gutural y desconocida que María no podía comprender.
Ella permaneció inmóvil, su cerebro trabajando a una velocidad febril. El pánico seguía ahí, un grito helado en el fondo de su mente, pero la reacción de los hombres lo contenía. No la veían como una presa. La veían como algo... otro. Algo divino.
El recuerdo de su impotencia, de la vida que la había aplastado, ardió dentro de ella. María Valdés habría llorado. Se habría entregado al miedo.
Pero ella ya no era solo María.
Lentamente, Nayra se puso de pie. Se obligó a que sus movimientos fueran serenos y deliberados, no los de una niña asustada. Sus ojos dorados, su única arma en ese momento, se posaron sobre el líder arrodillado. No sentía el poder de un dios, pero vio el reflejo de ese poder en los ojos de aquellos hombres. Y por primera vez desde su "muerte", sintió algo más que miedo y confusión.
Sintió una oportunidad.