Capítulo 2: El Pueblo de los Espíritus

El silencio en el claro era denso y pesado, roto solo por el zumbido de los insectos y la respiración contenida de los tres hombres arrodillados. Nayra permaneció de pie, sintiendo el poder de su quietud. Cada segundo que pasaba sin que ella hablara o se moviera, el aura de misterio a su alrededor crecía, alimentada por el miedo y la superstición de los cazadores.

Finalmente, el líder, un hombre de hombros anchos y rostro curtido por el sol y el viento, levantó la cabeza lentamente, sin atreverse a mirarla directamente a los ojos. Su mirada se fijó en sus pies.

"Gran espíritu...", balbuceó en la lengua nativa, que la mente de Nayra seguía traduciendo sin esfuerzo. "¿Nos honra con su presencia? Somos el pueblo Yuu Nahual. Por favor, permítanos guiarla a nuestro hogar. No es digno de usted, pero es todo lo que tenemos".

Nayra analizó la situación. Su cuerpo era el de una niña de once años. Estaba sola, débil y desarmada. Aceptar su oferta era la única opción lógica para sobrevivir. La clave era cómo aceptarla. No podía parecer una niña asustada que necesitaba ayuda. Tenía que ser una entidad que concedía su presencia.

Inclinó la cabeza ligeramente, un gesto que esperaba pareciera regio y condescendiente. Usando las palabras más simples y cargadas de autoridad que pudo encontrar, pronunció su primera orden en este nuevo mundo. Su voz, aunque infantil, salió serena y firme.

"Guíenme".

El alivio en el rostro del hombre fue palpable. Se levantó con cuidado, sin darle la espalda, e hizo un gesto a sus compañeros para que hicieran lo mismo. Uno de ellos, el más joven, recogió la cantimplora de cerámica del suelo y se la ofreció con manos temblorosas. Nayra la aceptó con un leve asentimiento, sintiendo un escalofrío al tocar de nuevo el objeto que su mente había creado de la nada.

El viaje a través de la selva fue una prueba de resistencia. El cuerpo de la niña no estaba acostumbrado al terreno irregular, y pronto sintió el ardor en sus músculos. Sin embargo, no mostró ni un atisbo de debilidad. Mantuvo un ritmo constante, obligándose a ignorar el cansancio, mientras su mente absorbía cada detalle: los tipos de plantas, los sonidos de los animales, la forma en que los cazadores se movían con una eficiencia silenciosa por su territorio. Ellos no caminaban; se deslizaban a través del mundo, siendo uno con él.

Después de lo que parecieron horas, el denso follaje comenzó a ralear. El olor a humo de leña se hizo más intenso y escuchó el murmullo de muchas voces. Salieron a un gran claro situado en una meseta, con las montañas como telón de fondo. La aldea de los Yuu Nahual se extendía ante ella. Era una colección de chozas de adobe y paja, dispuestas en un círculo alrededor de una hoguera central. Niños desnudos corrían y jugaban entre mujeres que molían maíz y hombres que reparaban herramientas de piedra.

La llegada del grupo de cazadores con la extraña niña detuvo la vida de la aldea en seco. Un silencio absoluto cayó sobre el lugar. Todas las miradas se clavaron en ella, en su ropa andrajosa y, sobre todo, en sus ojos. Un murmullo colectivo recorrió la multitud, una mezcla de asombro, miedo y devoción.

El líder de los cazadores, cuyo nombre Nayra supo más tarde que era Itzli, la guio hacia la choza más grande en el centro de la aldea. La gente se apartaba a su paso, algunos inclinando la cabeza, otros tocando el suelo con la mano antes de llevársela al corazón. El peso de sus miradas era una carga física, y Nayra sintió una gota de sudor frío recorrerle la espalda. Se mordió el labio inferior, un tic nervioso de su vida pasada que reprimió al instante. El control era todo.

De la choza central emergió una anciana. Su piel era como un mapa de arrugas profundas, y su largo cabello blanco estaba trenzado con plumas de cuervo. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían ver más allá de la apariencia física. Era la chamán de la tribu, la guardiana de sus tradiciones.

Itzli se arrodilló una vez más. "Madre Cimatl", dijo con voz respetuosa. "La encontramos en la selva. Un espíritu nos ha visitado".

La anciana, Cimatl, no miró a Itzli. Sus ojos estaban fijos en los de Nayra. Se acercó lentamente, su mirada recorriendo a la niña de pies a cabeza. Nayra le sostuvo la mirada, su corazón latiendo con fuerza. Esta era la verdadera prueba. Los cazadores eran simples; esta mujer era sabia.

Cimatl se detuvo a un brazo de distancia. Por un largo momento, solo se estudiaron la una a la otra en silencio. Finalmente, la anciana habló, su voz era un susurro ronco como el de las hojas secas.

"Los espíritus no sangran", dijo, y antes de que Nayra pudiera reaccionar, Cimatl sacó una pequeña daga de obsidiana de su cinturón y, con un movimiento rápido y preciso, le hizo un pequeño corte en el dorso de la mano.

El dolor fue agudo y sorprendente. Una gota de sangre, roja y vibrante, brotó de la piel morena.

Un grito ahogado recorrió a los aldeanos. No era un espíritu. Era de carne y hueso.

Nayra miró la sangre, luego a la anciana. El miedo y la furia lucharon dentro de ella. Su plan, su fachada, se desmoronaba antes de empezar. Pero en los ojos de Cimatl no vio malicia, sino una profunda e insondable curiosidad.

María Valdés habría entrado en pánico. Nayra vio una nueva jugada en el tablero.