Los días en la aldea Yuu Nahual se convirtieron en semanas. Nayra aprendió a vivir en un estado de dualidad constante. Por fuera, era la enigmática Hija del Sol, una figura semidivina a la que se le hablaba con susurros y se le ofrecía la mejor porción de cada comida. Se movía con una calma deliberada, sus ojos dorados observando todo desde una distancia calculada. Por dentro, la mente de María Valdés trabajaba sin descanso, analizando, catalogando y planificando.
La tribu era un organismo frágil, sostenido por la tradición y amenazado por la escasez. Su dieta era monótona, su medicina era una mezcla de fe y herbolaria, y su conocimiento del mundo terminaba donde la selva se volvía demasiado espesa. Veía enfermedades que podría haber curado fácilmente con antibióticos, y problemas de ingeniería que podría resolver con un simple boceto. Pero la ostentación era peligrosa. Su poder no debía ser una fuente inagotable de milagros, sino una guía sutil que los hiciera dependientes de su sabiduría.
Su primera oportunidad llegó en la forma de un niño pequeño con fiebre y malestar estomacal. Su madre lo había llevado con Cimatl, quien había recetado una infusión de hierbas y rezos a los espíritus del arroyo. Nayra los observó desde la puerta de su choza.
Al día siguiente, se acercó a la madre. "El Padre Sol me ha dicho que el cuerpo es un templo sagrado", dijo con voz serena, asegurándose de que otros la oyeran. "El agua que entra en él debe ser purificada con su fuego".
La mujer la miró con confusión. Nayra señaló una olla sobre una hoguera. "Antes de que tu hijo beba, hierve el agua. Es un ritual para honrar la vida que el Sol le ha dado".
Era una orden enmarcada como un consejo divino. La mujer, desesperada, obedeció. Unos días después, la fiebre del niño cedió. Fue una coincidencia, por supuesto, pero en un mundo gobernado por señales, fue un milagro. La práctica de hervir el agua para los enfermos y los niños pequeños comenzó a extenderse, un "ritual de Nayra" que la vinculaba directamente con la salud y la pureza, dos de los pilares de su propio sistema de valores. Cimatl observó todo en silencio, su rostro inexpresivo.
Mientras tanto, la extraña atracción hacia las montañas crecía. Ya no era solo una sensación visual. Se había convertido en un zumbido persistente en el fondo de su mente, una vibración que sentía en sus huesos. A veces, cuando se concentraba, le provocaba un leve dolor de cabeza. Era una llamada, una promesa de algo fundamental que la esperaba en las entrañas de la tierra. Sabía, con una certeza que no podía explicar, que su destino estaba ligado a esas cumbres.
No estaba completamente sola en su jaula dorada. Un niño llamado Kenari, el hijo de Itzli, el cazador que la encontró, se había convertido en su sombra. Era un niño de unos diez años, con ojos grandes y curiosos, y una fe inquebrantable en su divinidad. A diferencia de los adultos, su asombro no estaba teñido de miedo.
"¿El Padre Sol se enoja?", le preguntaba mientras ella estaba sentada fuera de su choza.
"No se enoja", respondía Nayra, jugando distraídamente con un mechón de su largo cabello negro. "Solo se cansa cuando sus hijos no se esfuerzan por ser mejores. Por eso a veces se oculta tras las nubes, para que valoren más su luz cuando regresa".
Kenari escuchaba cada palabra como si fuera un evangelio. Se convirtió en sus oídos en la aldea, contándole los chismes, las preocupaciones de la gente y los planes de los mayores sin siquiera darse cuenta de que estaba siendo utilizado. Era su primer discípulo, la primera hebra de su red.
La oportunidad que Nayra esperaba llegó durante una reunión del consejo de ancianos. Kenari, escondido cerca, escuchó y corrió a contárselo. Las reservas de carne seca estaban disminuyendo, y Cimatl había declarado que era hora de la Gran Caza: un ritual para cazar un Ja'ax Chij, un ciervo inusualmente grande y de pelaje casi blanco que habitaba las estribaciones de las montañas. Su corazón era una ofrenda necesaria para asegurar el favor del Sol en la próxima temporada de siembra.
Era perfecto. La caza los llevaría exactamente a donde ella necesitaba ir.
Esa tarde, se presentó ante Cimatl y el consejo. "La Gran Caza es para honrar a mi Padre", declaró. "Yo debo ir. Para bendecir la primera lanza. Para asegurar su éxito".
El silencio fue tenso. Itzli y los otros cazadores parecían nerviosos. La idea de llevar a una niña, por muy divina que fuera, a una cacería peligrosa era impensable.
Fue Cimatl quien respondió, su voz tan dura como la obsidiana. "El Sol no arriesgaría a su hija en el dominio de la selva. Es demasiado peligroso. Tu lugar está aquí, en el corazón del templo, rezando por ellos".
Era una orden. Una denegación. Cimatl la estaba poniendo a prueba de nuevo, reafirmando su autoridad.
Nayra la miró fijamente, la decepción endureciendo sus facciones. "Como desees, Madre Cimatl", dijo, su voz gélida. Pero mientras se daba la vuelta, una sonrisa fugaz, imperceptible para los demás, se dibujó en su rostro.
Cimatl podía prohibirle ir con los cazadores, pero no podía detenerla. La chamán le había dado un desafío. Y Nayra nunca había rehuido uno. Si no podía ir con ellos, iría sola.