La noche antes de la Gran Caza, Nayra no durmió. En la soledad de su choza, sentada en la oscuridad, se preparó para su propia expedición. Cerró los ojos y se sumergió en su "espacio personal", ese vacío mental donde los recuerdos de su vida pasada se convertían en realidad.
Pensó en el cuchillo de supervivencia que su padre, un entusiasta del camping, siempre guardaba en el coche. Visualizó la hoja de acero inoxidable, el mango de goma antideslizante, el peso equilibrado. Un tirón en la nada. Extendió la mano y sus dedos se cerraron alrededor del frío y sólido objeto. Era más pequeño de lo que recordaba, adaptado a su mano de niña. A continuación, materializó metros de cuerda de nylon resistente y una brújula simple, un recuerdo de las clases de geografía. Objetos imposibles, milagros silenciosos que guardó en un pequeño zurrón de tela que también había creado.
Al alba, mientras los cazadores se reunían alrededor de la hoguera central para la bendición de Cimatl, Nayra buscó a Kenari. Lo encontró al borde de la aldea, observando a su padre, Itzli, con ojos llenos de admiración.
"Kenari", susurró Nayra. El niño se giró de inmediato. "Necesito tu ayuda. Es un encargo sagrado del Padre Sol".
Los ojos del niño se abrieron de par en par. "Lo que sea, Nayra".
"La chamán quiere que me quede rezando", dijo, bajando la voz. "Pero los rezos necesitan un foco. Ve al arroyo sagrado, el que está al este, y tráeme tres piedras blancas y lisas. Una por cada cazador principal. No hables con nadie. Es un secreto entre tú, yo y el Sol. Tu devoción protegerá a tu padre".
Kenari asintió con una solemnidad absoluta y salió corriendo en la dirección opuesta a la que partiría la caza. Nayra había creado su distracción y, a la vez, se había asegurado un testigo de su supuesta piedad.
Con la atención de la aldea fija en la partida de los guerreros, Nayra se deslizó entre las chozas y desapareció en la espesura de la selva, siguiendo el camino contrario al que tomó Kenari.
El viaje fue brutal. Una cosa era la mente de una mujer de veintiún años que entendía la teoría de la supervivencia, y otra muy distinta era el cuerpo de una niña de once que nunca había caminado más de un par de kilómetros. Las lianas le arañaban la cara, los insectos se daban un festín con su piel y cada músculo le gritaba de agotamiento. El miedo era un compañero constante, un nudo frío en el estómago que se apretaba con cada crujido de ramas, con cada sombra que parecía moverse.
Lo único que la mantenía en marcha era la atracción, el zumbido persistente en su mente que se hacía más fuerte a medida que se acercaba a las montañas. Era su verdadera brújula. Sus ojos dorados no solo veían la selva; sentían la dirección, un camino invisible que solo ella podía percibir.
Después de horas de un avance penoso, llegó a las estribaciones. El terreno se volvió rocoso y empinado. El zumbido era ahora tan intenso que podía sentirlo vibrar en sus dientes. La guiaba hacia una pequeña grieta en la ladera de la montaña, oculta tras una cortina de enredaderas.
Apartó la vegetación y entró. La grieta se abría a una pequeña cueva, apenas iluminada por la luz que se filtraba desde arriba. El aire era frío y olía a piedra húmeda y a ozono. Y allí, en el centro de la cueva, había una veta de roca que no se parecía a nada que hubiera visto.
No era gris ni marrón. Era de un negro profundo, pero con incrustaciones de finísimos filamentos dorados que parecían pulsar con una luz propia, un débil latido que se sincronizaba con el zumbido en su cabeza.
Con el corazón martilleándole en el pecho, se acercó y extendió una mano temblorosa para tocar la extraña roca.
En el instante en que sus dedos rozaron la superficie, una descarga de pura energía recorrió su brazo y explotó en su mente. No fue doloroso. Fue una sensación de plenitud, de poder absoluto. Por un segundo, vio el mundo no a través de sus ojos, sino como una red de energía, con líneas de poder conectando cada árbol, cada animal, y todas convergiendo en la roca que estaba tocando. Vio el mineral, la fuente de todo, latiendo como un corazón en las profundidades de la tierra.
El conocimiento la inundó. Esto era lo que sus ojos buscaban. Esta era la fuente de su poder, la clave de su futuro. Usando su cuchillo, hizo palanca y consiguió desprender un fragmento del tamaño de su puño. La piedra negra y dorada vibraba en su mano, cálida y llena de una potencia contenida.
Justo cuando guardaba la piedra en su zurrón, escuchó voces fuera de la cueva. Voces familiares.
"...la pista termina aquí. Las huellas son frescas", dijo la voz grave de Itzli.
Se le heló la sangre. La Gran Caza. El ciervo blanco. Los había llevado al mismo lugar.
Se pegó a la pared más oscura de la cueva, conteniendo la respiración, mientras la silueta de un cazador aparecía en la entrada. Estaba atrapada.