La silueta en la entrada de la cueva se definió, y el corazón de Nayra dio un vuelco. Era Itzli, el líder de los cazadores. Su rostro, iluminado por la luz moteada del exterior, pasó del asombro a una profunda preocupación.
"¿Nayra?", su voz resonó en el pequeño espacio, más un susurro de incredulidad que una pregunta. "¿Qué haces aquí? ¡Es peligroso! Te... te hemos estado buscando". Detrás de él, los otros dos cazadores se asomaron, sus rostros reflejando la misma confusión.
El pánico se arremolinó en el estómago de Nayra, pero su rostro permaneció como una máscara de serenidad divina. Era una actriz en el escenario más importante de su vida. No retrocedió. No se disculpó. En su lugar, inclinó la cabeza con una leve y enigmática sonrisa.
"No me habéis encontrado, Itzli", dijo, su voz suave pero firme. "Estaba esperandolos".
Los tres hombres se miraron, desconcertados.
"Mi Padre me guio hasta este lugar", continuó Nayra, dando un paso adelante, colocándose entre ellos y la veta de mineral brillante. "Me dijo que esta cueva era sagrada. Un vientre en la tierra donde su poder descansa. Me ordenó que viniera a consagrarla antes de la caza".
Mientras hablaba, apretó con fuerza el puño que sostenía el fragmento de mineral, sintiendo su extraña vibración. Su mente se enfocó, y el objeto desapareció de su mano, absorbido por el vacío de su inventario. El gesto, para los cazadores, pareció un simple momento de concentración o de oración. Cuando volvió a abrir la mano lentamente, estaba vacía.
"La ofrenda del Ja'ax Chij debía comenzar aquí", concluyó, su mano ahora abierta y limpia.
Itzli no sabía qué decir. La explicación era absurda y, sin embargo, encajaba perfectamente con la mística que la rodeaba. ¿Cómo podría una niña haber llegado sola a este lugar remoto? ¿Sino guiada por una fuerza superior?
Como si respondiera a una señal invisible, un sonido suave desde el exterior captó su atención. Itzli se giró lentamente. Allí, a unos veinte metros de la entrada de la cueva, pastando tranquilamente como si no tuviera miedo, estaba el gran ciervo blanco. Su pelaje parecía brillar bajo el sol, y su cornamenta se alzaba como una corona de ramas secas. Era majestuoso, irreal.
Los cazadores contuvieron el aliento. Normalmente, el avistamiento habría sido seguido por un silencio tenso y un movimiento sigiloso. Pero la presencia de Nayra había cambiado todo. La escena no se sentía como una cacería, sino como un ritual orquestado.
Nayra salió de la cueva, pero en lugar de acercarse a Itzli, se hizo a un lado, dándole un paso franco. No lo tocó. Simplemente lo miró, y en sus ojos dorados no había una bendición, sino una orden silenciosa. Un desafío.
"Madre Cimatl te dijo que yo debía rezar desde la aldea", dijo, su voz apenas audible. "Pero mi Padre tenía otro plan. Él no quería mis rezos. Quería un testigo". Fijó su mirada en el cazador. "Quería ver si su mejor guerrero era digno de la ofrenda que tenía delante. Muéstrale a mi Padre de lo que es capaz su mejor cazador. Muéstramelo a mí".
Sus palabras no eran de aliento; eran de una exigencia absoluta. La presión sobre Itzli se volvió inmensa. Ya no era solo un cazador buscando alimento. Era un campeón sometido a una prueba divina, bajo la mirada penetrante de la hija de su dios. El mundo entero pareció encogerse, dejando solo a él, su lanza, y el ciervo. El miedo a fallar era tan grande que anuló cualquier otra distracción. La adrenalina recorrió sus venas, afilando sus sentidos a un punto crítico.
Asintió una vez, su rostro una máscara de feroz determinación. Levantó su lanza. No hubo prisa, no hubo sigilo. Simplemente se levantó, apuntó y lanzó.
La lanza voló por el aire en un arco perfecto, silbando suavemente antes de encontrar su marca. Se clavó profundamente en el costado del ciervo, que se desplomó sin emitir un solo sonido. La muerte fue instantánea, limpia, casi misericordiosa. Un sacrificio perfecto.
El silencio que siguió fue más profundo que antes. Los otros dos cazadores miraron al ciervo caído, y luego a Itzli, y finalmente a la pequeña niña que, inmóvil, observaba la escena con una calma aterradora.
Habían completado la Gran Caza. Pero sabían, con una certeza que les erizaba la piel, que el evento más importante no había sido la muerte del ciervo. El éxito de Itzli no se había sentido como suerte, ni siquiera como habilidad. Se había sentido como el cumplimiento de una profecía.
La historia que Itzli tendría que contarle a Cimatl sería mucho más complicada y peligrosa de lo que jamás había imaginado.