El camino de regreso a la aldea fue una procesión silenciosa y solemne. El cuerpo del gran ciervo blanco, una ofrenda de peso y significado, era transportado en una camilla improvisada por dos de los cazadores. Itzli caminaba al frente, no como un líder triunfante, sino como un hombre apesadumbrado, su mirada fija en el sendero.
Nayra caminaba a su lado. Ya no era la niña perdida que habían encontrado; era el epicentro del milagro. Los cazadores ya no la miraban con curiosidad, sino con una reverencia que bordeaba el temor. Le ofrecían agua antes de beber ellos mismos. Apartaban las ramas de su camino. Su supervivencia y comodidad se habían convertido en su principal prioridad. Ella lo aceptaba todo con una gracia silenciosa, su rostro impasible ocultando la tormenta de cálculos que se arremolinaba en su mente.
Sabía que la parte fácil había terminado. La verdadera prueba no estaba en la selva, sino esperándola junto a la hoguera central de la aldea.
Su llegada fue un espectáculo. La visión del Ja'ax Chij provocó gritos de júbilo y asombro entre los aldeanos, pero el júbilo se transformó en un silencio atónito cuando vieron a Nayra caminando junto a Itzli, no detrás de él como una carga, sino a su lado como una igual.
Madre Cimatl estaba de pie junto al fuego ceremonial, su rostro tan rígido como una máscara de madera. Sus ojos oscuros no se posaron en la magnífica ofrenda, sino que se clavaron en Nayra con la intensidad de la obsidiana.
El consejo de ancianos se reunió rápidamente. Itzli, como líder de la caza, debía dar su informe. Se arrodilló, no solo ante Cimatl, sino en un gesto que pareció incluir a Nayra.
"Madre Cimatl, ancianos", comenzó con voz ronca. "La caza fue un éxito. La ofrenda para el Padre Sol ha sido asegurada".
"Explica lo ocurrido, Itzli", ordenó la chamán, su voz desprovista de toda calidez. "¿Cómo es que la niña, a la que se le prohibió ir, estaba allí?".
Itzli tragó saliva. "No lo sé. La seguimos... o seguimos al ciervo. No estoy seguro. Las huellas nos llevaron a una cueva en las montañas. Ella ya estaba dentro. Nos estaba esperando".
Un murmullo recorrió a los presentes. Cimatl levantó una mano para acallarlos. "Continúa".
"Dijo que el Padre Sol la había guiado allí para consagrar el lugar. Y entonces... entonces el ciervo apareció. Fuera de la cueva. Como si hubiera sido invocado". La voz de Itzli tembló ligeramente al recordar la escena. "Estaba quieto. Esperando".
"¿Suerte? ¿Una coincidencia?", espetó Cimatl, su escepticismo era un arma.
"No, Madre", respondió Itzli, levantando la vista por primera vez, su mirada firme y honesta. "No fue suerte. Ella me habló. Me dijo que el Sol me estaba observando, que mi brazo era su voluntad. Lancé la lanza... y nunca en mi vida un lanzamiento ha sido tan certero. Fue perfecto".
El silencio que siguió fue total. La palabra de Itzli, el cazador más respetado y pragmático de la tribu, tenía un peso inmenso. No era un hombre dado a fantasías.
Cimatl se volvió hacia Nayra, quien había permanecido inmóvil y en silencio durante todo el relato. "Y tú, niña. ¿Desafiaste mi orden?".
Nayra dio un paso al frente. Sus ojos dorados no mostraron ni desafío ni miedo. "Yo no desafié su orden, Madre Cimatl. Obedecí una orden superior. La suya era proteger mi cuerpo. La de mi Padre era probar la fe de su pueblo".
Se giró lentamente hacia la multitud. "Mi Padre quería ver. Quería saber si sus mejores cazadores eran dignos. Quería que yo fuera testigo de su fe". Miró de nuevo a la chamán. "La suerte es la herramienta de los dioses, Madre Cimatl. La fe es la mano que la empuña. Itzli demostró hoy tener la mano más firme de toda la tribu".
La lógica era impecable, retorcida y divinamente irrefutable. Había convertido su desobediencia en un acto de piedad y la prueba de Cimatl en una prueba divina que ella, Nayra, había supervisado. Había elogiado a Itzli, ganándose su lealtad eterna, y se había posicionado no como una rebelde, sino como la verdadera intérprete de la voluntad divina.
Cimatl la miró fijamente, y por primera vez, Nayra vio algo en los ojos de la anciana que no era escepticismo ni ira. Era el reconocimiento de una derrota. Estaba atrapada. Negar el milagro era negar la habilidad de su mejor cazador y cuestionar la misma voluntad del dios que todos adoraban.
Con un gesto lento y cargado de significado, Cimatl se acercó al cuerpo del ciervo. "El Padre Sol ha aceptado nuestra ofrenda", declaró a la aldea, su voz tensa. "Esta noche, habrá un festín. Para honrar la fe del cazador... y la presencia de la Hija del Sol".
Fue una capitulación. El poder en la aldea Yuu Nahual acababa de cambiar de manos, no con un grito, sino con un susurro.
Más tarde, en la seguridad de su choza, mientras los sonidos de la celebración comenzaban afuera, Nayra se sentó en silencio. La victoria tenía un sabor extraño. En la palma de su mano, sin que nadie la viera, materializó el fragmento de mineral. La piedra negra y dorada pulsaba con una luz débil, una promesa de un poder mucho más real y tangible que la fe voluble de un pueblo.
La gente celebraba el milagro. Ella sostenía la verdadera fuente de poder en su mano. Y esto, entendió, era solo el principio.