(07/05/2027 - 10:30AM)
Cuando el timbre de la escuela, ese heraldo metálico de la liberación temporal, finalmente desgarró el aire, anunciando el primer receso, fue acogido con un suspiro colectivo tan profundo que pareció mover los cimientos del edificio. Acto seguido, los estudiantes, cuál ñus en estampida huyendo de un documental de naturaleza particularmente cruel, comenzaron a desparramarse por los pasillos en hordas adolescentes, como si cada segundo fuera el último antes del apocalipsis zombie (o peor, de un examen sorpresa).
Ismael y Oscar, esa improbable dupla de compañeros en la desgracia crónica y en la noble costumbre de no terminar de encajar ni con calzador, deambulaban por los confines de la institución como almas en pena con un excelente sentido del humor. Intercambiaban comentarios sarcásticos que harían sonrojar a un cínico profesional y confesiones personales tan crudas que podrían servirse en un sushi bar, todo ello aderezado con esas risas que son el mejor camuflaje para los problemas de verdad. Definitivamente, el yugo de la vida escolar pesaba bastante menos cuando se compartía entre anécdotas donde ambos solían ser los protagonistas de algún desastre menor.
Ya casi con el recreo agonizando, el dúo dinámico decidió que era hora de honrar al comedor con su presencia (o, más bien, de ver qué sobras quedaban). Pero, ¡oh, destino, ese guionista con afición a los giros inesperados!, justo a unos metros de la tierra prometida (o del olor a fritanga), una presencia etérea y ligeramente aterradora para uno de ellos alteró su burbuja compartida de realidad alternativa. —…Ismael…
La voz de Anna irrumpió, no tanto como un sonido, sino como un toque delicado, un susurro que pareció materializarse directamente en sus tímpanos, esquivando el bullicio ambiental con la gracia de una ninja.
Los dos implicados (y el tercero en discordia, Oscar) giraron como si estuvieran unidos por un hilo invisible. Y ahí estaba ella. Anna. La chica cuya sonrisa tibia tenía el poder de derretir glaciares y el brillo en sus ojos era capaz de poner en jaque mate al más pintado de los despistados en solo dos movimientos.
Ismael, en un alarde de autocontrol que merecía, como mínimo, una medalla olímpica o un meme viral con millones de vistas, le devolvió la sonrisa - ¿Sí? - preguntó, con ese tono de voz cuidadosamente calibrado, el de alguien que intenta parecer casual mientras su interior es un manojo de cables pelados.
Mientras tanto, en la mente de Oscar se estaba librando una batalla campal. Incapaz de procesar la escena sin que su cerebro amenazara con hacer un cortocircuito por pura incredulidad, se preguntaba si había caído en una dimensión paralela donde las leyes de la probabilidad social se habían ido de vacaciones. ¡Era Anna! ¡La mismísima Anna! La de los rizos castaños que caían con una rebeldía tan elegante que parecían tener vida propia y un estilista personal. La chica cuyos pómulos parecían haber sido esculpidos por los dioses griegos para protagonizar anuncios de cremas faciales carísimas. Y esos ojos… ¡Por el amor de todos los santos y los unicornios! Esos ojos te hacían promesas silenciosas de atardeceres románticos y futuros compartidos. ¡Y se los estaba dedicando, en ese preciso instante, a su amigo! Ismael, que… ¡un momento! ¿Desde cuándo su amigo conocía a la semidiosa? El universo, definitivamente, tenía un sentido del humor retorcido.
Eso que Oscar ignoraba, era que para Ismael aquello ya no era tan mágico ni milagroso (no, tampoco había hackeado la realidad), solo era la consecuencia lógica de las horas compartidas en la clase extracurricular de dibujo, un espacio donde ambos se convirtieron en cómplices de líneas torcidas y manchas de pintura. Entre papeles arrugados y charlas sobre las diferencias entre sus métodos. Ambos habían creado sin darse cuenta una improbabilidad.
El grupo, ya de por sí un cóctel bastante peculiar, recibió su último toque de excentricidad con la llegada de Lizbeth, la inseparable, leal y a veces temible mejor amiga de Anna. Otra integrante de la élite popular, de esas que parecen flotar en lugar de caminar. Lizbeth, con su diminuto pero desafiante tatuaje de corazón negro en la mejilla izquierda, los dedos de su mano izquierda adornados con una colección de anillos tan exóticos como brillantes, y esos sempiternos auriculares colgando del cuello como un trofeo de guerra (nadie, jamás, la había visto usarlos; corrían teorías conspiranoicas de que ni siquiera servían), avanzó hacia ellos con la determinación y la mirada penetrante de un abogado a punto de ganar un caso millonario.
– …Hola – Saludó Oscar, más rápido que una gacela con cafeína, olfateando una oportunidad de oro para escalar unos peldaños en la resbaladiza pirámide social del instituto. Aunque, en retrospectiva, incluso él sintió que su voz había sonado demasiado entusiasta, casi desesperada, para lo que se considera socialmente aceptable en una primera impresión con la realeza escolar.
Sin embargo, la respuesta que recibió fue una mirada. Una mirada que podría congelar el infierno. La expresión de Lizbeth fue un manifiesto abierto de desagrado, como si la mera presencia de Oscar fuera una ofensa personal, una mancha en el impoluto círculo de su amiga (al menos, la tortura visual fue fugaz). Rápidamente, la chica centró toda su atención láser en Anna, borrando la existencia de Oscar del universo conocido con la eficacia de un chasquido de Thanos.
sintió el golpe. Un impacto sordo y frío, de esos que te recuerdan tu insignificante lugar en el cosmos y, más concretamente, en la cadena alimenticia del instituto. Buscó con la mirada a Ismael, implorando un gesto de solidaridad, una señal, quizás un manual de supervivencia de bolsillo titulado "Cómo no ser devorado vivo (y con desprecio) por los populares". Porque sí, Oscar podía tener un cuerpo más trabajado que la mayoría de los especímenes de su escuela, su cabello oscuro lucía cada día un intento casi heroico de peinado perfecto, y por favor, no olvidemos esa cicatriz casi invisible sobre su ceja derecha (resultado de una batalla perdida contra la rama de un árbol cuando tenía unos seis años) que, a su parecer, le confería un aire de tipo duro y misterioso que debería ser su carta de presentación infalible. Pero, al final del día, nada de eso parecía importar una mierda en comparación con el inexplicable imán de atención que su amigo parecía ser: ese cabello castaño oscuro con una rebeldía genética que desafiaba cualquier producto fijador, esos ojos de un azul glaciar que parecían ver más allá de lo evidente, complementados con esos enormes y ligeramente absurdos anteojos circulares que portaba como si fueran el resultado de una apuesta perdida con un bibliotecario excéntrico. Sospechaba incluso, con unos celos que intentaba disfrazar de fina ironía, que ni siquiera los necesitaba, que solo los usaba por pura inercia, o peor aún, como una especie de máscara para ocultar algo.
…Una sombra de autocompasión, densa y pegajosa, le cruzó por la mente. «Destinado a ser un personaje terciario en una historia» , se lamentó en un susurro mental, mientras de fondo sonaba un violín imaginario tocando la melodía más triste del mundo.
Entre tanto, regresando a la realidad, Anna parecía estar vibrando con un nerviosismo que casi se podía tocar, como una corriente eléctrica flotando en el ambiente. Ismael, en su papel no oficial de lector de emociones ajenas y desactivador de bombas sociales, decidió intervenir. Se inclinó ligeramente hacia adelante, con ese toque de suavidad en la voz que sólo poseen aquellos que saben instintivamente cuándo alguien necesita ser escuchado con algo más que los oídos - ¿Todo bien, Anna?.
Anna respondió con lo que solo podría describirse como un ballet de nerviosismo exquisito: giró una mecha de su cabello rebelde y la colocó con esmero detrás de su oreja, un gesto que, milagrosamente, pareció poner un poco de orden en su caos emocional interno.
- Sí, claro… - Respondió, aunque su voz contenía más dudas que certezas. Su mirada, fugaz y titubeante como una mariposa con miedo escénico, pasó de refilón por Oscar, como quien revisa la hora y luego regresó, con un magnetismo casi palpable a lo importante.
La mentira quedó suspendida en el aire, tan evidente y transparente. Aunque Anna, valiente incluso en su estado de timidez crónica, cambió rápidamente de táctica, buscando refugio en la bendita trivialidad.
– Nada… Solo no se te olvide mandarme el boceto del quinto personaje del proyecto. Ya sabes, el cíclope con alma de poeta - Soltó con una risa nerviosa.
La maniobra era tan sutil, tan transparente como un vidrio recién limpiado. Había un trasfondo, algo más gordo que un simple recordatorio, y el propio Ismael, con su radar para las indirectas adolescentes siempre encendido y a pleno rendimiento, lo sintió.
- No te preocupes, Anna, ya casi lo tengo listo. Le estoy dando los últimos toques a su único y melancólico ojo – contestó, acompañando sus palabras con una sonrisa tan cálida y genuina que Anna sintió cómo sus pies dejaban de tocar el suelo y comenzaba a flotar ligeramente. Si los dioses existían y tenían un perverso sentido del humor (que todo apuntaba a que sí), probablemente reservaban ese tipo de sonrisas para provocar sonrojos épicos, de esos que hacen historia.
Y así fue. Con el rubor invadiéndole las mejillas como una marea carmesí y deslizándose traicioneramente hasta la base de su cuello, Anna nunca se había parado a cuestionar cuándo exactamente habían comenzado esos comportamientos suyos. Esos pequeños cruces de palabras, esas interacciones aparentemente sencillas, eran suficientes para ponerle el mundo patas arriba, convirtiéndose en su perspectiva en auténticos monumentos de arte efímero, dignos de ser enmarcados y colgados en el museo de sus recuerdos más preciados.
Medio aturdida, como si acabara de recibir una descarga de mil voltios de pura ternura, Anna solo pudo asentir con la cabeza antes de optar por una retirada estratégica. Tomó a su amiga Lizbeth por la mano sin mediar más palabra y se alejó con la premura de quien huye de la escena de un crimen emocional. Lizbeth la escoltó, fingiendo la seriedad impasible de un guardaespaldas presidencial encargado de proteger un tesoro nacional. Sin embargo, apenas habían dado unos pocos pasos cuando se escuchó a Lizbeth estallar en una carcajada sonora y ligeramente malvada. Mientras tanto, Oscar soltó un suspiro de alivio tan profundo que pareció vaciarle los pulmones de todo el oxígeno acumulado durante la tensión, y junto a Ismael, retomó su interrumpido peregrinaje hacia la cooperativa.
Oscar miró a su amigo como si estuviera contemplando a un espécimen alienígena intentando usar un tenedor para comer sopa: una mezcla de pura incredulidad, un toque de lástima casi fraternal y un deseo irrefrenable de documentar el suceso para la posteridad. Se preguntó, no por primera vez, cómo era posible que su amigo, generalmente tan agudo para otras cosas, pudiera ser tan rematadamente… desesperadamente ciego ante lo que, para cualquier ser humano con un mínimo de actividad neuronal, era más evidente que un elefante en una habitación. «¿Es acaso Idiota? »,pensaba, sintiendo una mezcla de frustración cósmica y compasión casi dolorosa. «¡Esas oportunidades no se presentan 2 veces en la vida!».
Finalmente, decidió confrontar la situación directamente. Recuperándose de su asombro, le preguntó a Ismael con un tono mezcla de asombro y exasperación – ¿Ni siquiera notaste todo el acto que acaba de pasar verdad?
Su pregunta iba cargada con la infinitesimal esperanza de que Ismael, por un milagro, hubiera captado algo y empezará a prestar más atención a las señales que, a ojos de Oscar, eran tan obvias que prácticamente llevaban luces de neón.
- Sí, claro… – Respondió, su expresión volviéndose extrañamente pensativa mientras parecía buscar las palabras adecuadas en algún rincón polvoriento de su cerebro – Es solo que…
Antes de que pudiera continuar con su seguramente enrevesada explicación, Oscar, cuya paciencia ya había hecho las maletas y se había ido de vacaciones a un lugar muy lejano, lo interrumpió - ¡¿Es solo que qué?! !Prácticamente te estaba lanzando corazoncitos con los ojos!
- Oye… - mirando al suelo por un instante, como si allí estuviera escrita la respuesta a los grandes misterios del universo. Luego, levantó la vista, y una media sonrisa, resignada y un poco triste, se dibujó en sus labios - No soy Idiota…
Oscar se quedó callado un segundo, procesando. «…¿No soy Idiota? = Si lo noto, ¿pero finjo no hacerlo?» Oscar murmuró para sí mismo, procesando la lógica ilógica. La revelación le cayó como un cubetazo de agua helada, peor para esta temporada de frío. Se volvió hacia Ismael, la indignación y la ofensa pintadas en su rostro como un grafiti furioso.
– ¡Hijo de perra! - exclamó en un grito contenido que, aun así, hizo que varias cabezas se giraran en la lejanía - ¡¿Por qué carajos harías algo así?! – Acompañó su exabrupto con un golpe en el hombro de Ismael, más de frustración que de verdadera agresión. Ismael solo se encogió de hombros, y una risa genuina, aunque con un matiz extraño, se le escapó.
La cafetería de la escuela, ese microcosmos de la sociedad adolescente, los envolvió rápidamente en su bullicio denso, pegajoso y ligeramente caótico. Voces agudas y ecos de conversaciones banales competían por sobresalir, mientras el aire se saturaba con una mezcla empalagosa de alimentos procesados, chucherías de colores radiactivos y el sutil pero omnipresente aroma a sudor adolescente. El sudor de cientos de cuerpos urgidos por la prisa y las hormonas en ebullición, una nota más en la compleja sinfonía cotidiana de la vida escolar.
Ismael, que de novato en estas lides tenía poco y de antropólogo frustrado, muchísimo, recordaba con una mueca irónica sus primeros días en aquel instituto. Cuando, con la ingenuidad de un explorador en tierras desconocidas, había intentado estudiar y catalogar a la fauna local: los populares, que se creían dueños y señores de la mesa más grande y ruidosa; los solitarios, camuflados entre sus mochilas y sus cascos, exiliados voluntarios o forzosos de los deportes y las actividades grupales; los artistas taciturnos, con sus cuadernos llenos de bocetos y sus miradas perdidas en algún horizonte invisible… En fin, que pronto comprendió, con una lucidez un tanto deprimente, que ese estudio sociológico era tan útil y trascendente como memorizar el horario de los eclipses lunares: no cambiaba absolutamente nada.
Oscar, por su parte, transitaba por la cafetería como un político en plena campaña electoral, repartiendo saludos, bromas de calidad variable y palmadas en la espalda a diestro y siniestro, sin importarle un bledo si le devolvían una sonrisa cómplice o una mirada con intenciones homicidas. Había quienes lo recibían con el entusiasmo reservado a las noticias de última hora o a la pizza gratis, y otros que simplemente lo ignoraban con la maestría de quien ha practicado el arte de la indiferencia selectiva durante toda su vida. Ninguno, quizás, lo consideraría su "mejor amigo del alma", pero todos sabían que Oscar siempre tenía guardada una conversación pendiente, un chiste malo recién salido del horno o un chisme jugoso listo para ser compartido. Era, a su manera, el pegamento social de los despegados.
Tras un debate exprés, tan profundo y filosófico como puede serlo una discusión sobre si invertir el escaso dinero del recreo en algo remotamente nutritivo o en la chatarra más colorida y azucarada disponible, ambos salieron del comedor justo en el momento exacto. El timbre, puntual como un verdugo, resonó por cada pasillo y cada rincón del instituto, recordando a la masa estudiantil que el receso no era más que una tregua efímera, un espejismo de libertad antes de volver a sumergirse en el glorioso y a menudo incomprensible absurdo de las clases.