(07/05/2027 - 11:00AM)
El aula era un pequeño ecosistema de caos controlado, o más bien, de caos a punto de descontrolarse mientras más compañeros llegaban, arrastrando los pies y las mochilas, y se preparaban (mental y físicamente) para la siguiente ración de tortura académica. Entre el murmullo general, Anna y Lizbeth irrumpieron con la sutileza de una estampida de búfalos con resaca, algunos minutos después de que el timbre, ese carcelero sonoro, hubiera dictado su sentencia.
Aprovechando esos preciosos minutos de anarquía antes de que el profesor de turno hiciera su entrada triunfal, Anna se sentó casualmente sobre el escritorio. Sus piernas se balanceaban con una mezcla de nerviosismo y un intento desesperado por parecer despreocupada, sus tenis apenas acariciando el aire en un vaivén que marcaba el compás errático de sus pensamientos enredados. Tenía en el rostro ese gesto clásico, universalmente reconocido, de quien se esfuerza tanto en parecer relajado que está a un milímetro de implosionar: el ceño ligeramente fruncido, como si estuviera resolviendo mentalmente la teoría de la relatividad; sus ojos rodando de un lado a otro, como si buscaran una ruta de escape, cada vez que su cerebro rebobinaba, por enésima vez, cada segundo de su reciente comportamiento frente al chico que le acelera el pulso; y los labios apretados, en una lucha titánica por no soltar una risita tonta y autocompasiva.
Lizbeth, que poseía el don (o la maldición, según se viera) de leer el alma de su amiga como si fuera un libro abierto con ilustraciones cómicas, se le acercó con el sigilo de un gato callejero planeando un golpe maestro. Posó su rostro demasiado cerca del de Anna como para que el gesto pudiera considerarse casual, arqueó una ceja con la maestría de una villana de telenovela y preguntó con una voz baja, casi un susurro, pero con la suficiente gravedad como para sacar a su amiga del trance autoanalítico en el que se encontraba sumida.
- Entonces… ¿Ese es el tan mencionado Ismael? – La pregunta flotó en el aire, ligera como una pluma pero cargada de intenciones, con el tono de un detective privado que busca resolver el caso del siglo. Sus ojos brillaban con esa curiosidad ligeramente morbosa, esa que solo nace de haber escuchado demasiadas anécdotas fragmentadas y con una alarmante escasez de detalles jugosos.
Anna, cuya piel era lo suficientemente pálida como para que el más mínimo rubor la delatara en segundos, se cubrió el rostro con las manos, avergonzada hasta la médula. Sin embargo, sus dedos se abrieron como las persianas de una ventana, dejando que sus ojos curiosos pudieran espiar, evidenciando su otra parte, la masoquista interna, que en realidad estaba disfrutando secretamente del momento.
- Si, ¿no es muy lindo? - Su voz fue apenas un soplido, como si temiera que pronunciar esas palabras en voz alta pudiera invocar algún tipo de maldición cósmica o, peor aún, que el universo, con su peculiar sentido del humor, le jugara una mala pasada. Cada palabra iba cargada con esa chispa efervescente de alegría adolescente, aunque en el fondo no sabía si reír a carcajadas o esconderse debajo del escritorio y no salir hasta la graduación.
Lizbeth soltó una sonrisa que era todo menos inocente. «Para gustos, colores», pensó, recordando esa vieja verdad universal de que la belleza es, al fin y al cabo, ese raro y caprichoso virus que cada quien padece a su muy particular manera. En su caso, para ser brutalmente honesta, no compartía exactamente la misma opinión embelesada sobre el tal Ismael (le parecía más bien un caso perdido con gafas), pero como amiga leal y casi hermana, debía respetar los sentimientos de Anna, por muy inexplicables que fueran.
Pasó un breve instante, el tipo de pausa cargada de electricidad estática en la que uno podría escuchar el frenético latido de un corazón nervioso o el chirrido de las neuronas de Lizbeth trabajando a toda máquina. Después, volvió al ataque, pero esta vez con la ternura de quien, sin querer queriendo, empuja a alguien por un precipicio (¿o era con la intención de que aprendiera a volar?). Dejó caer la siguiente pregunta como si fuera una piedra en un charco de aguas tranquilas, provocando ondas de pánico:
– Y tal parece que… ¿No se lo mencionaste, verdad, genia? – Su mirada se volvió un poco más seria, casi severa, reflejando una mezcla de preocupación genuina y una ligera decepción, como la de alguien que ve a un amigo con el boleto ganador de la lotería en la mano y se niega a cobrarlo por pura timidez.
Atrapada entre el deseo y el pánico, comenzó a enredar un mechón de su cabello entre los dedos, esa acción involuntaria que siempre la delataba cuando sus autocríticas internas comenzaban a darle vueltas en la cabeza como una noria descontrolada.
- No, pero… pero se lo diré en la salida, vale? – Murmuró, la mirada fija en un punto indeterminado del suelo, como si allí estuviera la solución a todos sus problemas o, al menos, un manual de instrucciones para no cagarla.
Por su parte, Lizbeth, qué olía el miedo a kilómetros como un tiburón detecta una gota de sangre en el océano, esbozó una sonrisa que era una obra maestra de la diplomacia maternal y el sarcasmo más afilado.
– O… podrías hacerlo ahora mismo – Dijo, señalando con un gesto dramático hacia la ventana del aula. Por el pasillo, como si hubiera sido invocado por arte de magia (o por la ley de Murphy), emergió la figura de Ismael, cargando con algunas chucherías de la cooperativa en las manos y, al mismo tiempo, protagonizando un elegante tropiezo, resultado de una broma de Oscar al pisarle la parte trasera del teni. Un clásico.
Anna, apenas lo vio, sintió cómo su estómago daba un triple salto mortal con tirabuzón.
- ¡No, no, no, no puedo! Ni de chiste… !¡Imposible! Quiero decir…lo haré a la salida, si, a la salida, con calma – contestó con una rapidez y una torpeza que la delataban, moviendo la cabeza de un lado a otro en una clara y desesperada señal de negación. Sus manos temblaban como si estuviera intentando sujetar un terremoto.
debatiéndose internamente entre soltar una carcajada épica o llorar por la cobardía de su amiga, la tomó firmemente de los hombros y, con un gesto que era una mezcla de hermana mayor harta de tonterías y entrenadora olímpica a punto de lanzar a su atleta a la gloria (o al desastre), le susurró con una determinación que podría cortar acero:
- ¡Mira, Anna, escúchame bien! Te conozco. Si esperas a la salida te va a dar pena, y luego estarás arrepintiéndote la siguiente semana. ¡Así que vas a ir y se lo vas a decir ahora mismo! No hay nadie en el pasillo, solo ese par de especímenes. Yo te voy a cubrir… y si haces el ridículo… te juro que hago uno peor, pero muchísimo peor, para que nadie, jamás, se acuerde del tuyo. Palabra de Lizbeth.
Insegura de si aquello era un consuelo genuino o una amenaza (probablemente ambas cosas), Anna sintió cómo una extraña oleada de confianza, o quizás de pura resignación, la invadía. Aunque el nerviosismo seguía siendo su compañero de viaje más fiel, estalló con un:
- …¡OKAY! ¡Está bien carajo, lo haré! ¡Lo haré justo AHORA MISMO!
Su voz resonó por el aula con un eco y un dramatismo que la situación, siendo honestos, no requería en absoluto, provocando algunas miradas curiosas y levantamientos de cejas entre los estudiantes circundantes. Pero las chicas ignoraron las reacciones ajenas; lo único importante en ese instante era la honestidad descarnada de una chica a punto de lanzarse al vacío existencial… sin paracaídas, con el viento en contra y probablemente con los cordones desatados. Para liberar la tensión acumulada, Anna agitó los brazos de un modo tan ridículamente marcial, como si estuviera a punto de enfrentarse a un dragón de tres cabezas, que cualquier boxeador profesional habría sentido una mezcla de envidia y lástima ajena. Era un ritual de combate absurdo, sí, pero en su mente, la batalla que estaba a punto de librar era más real que la propia realidad.
No pudo evitar soltar una carcajada sonora y estalló en un aplauso espontáneo, admirando la valentía suicida que, de alguna manera, había conseguido forjar en su amiga.
—¡Esa es mi chica! ¡Vamos entonces, a la carga! —Exclamó, sintiéndose como la jefa de animadoras de un evento deportivo que tenía una altísima probabilidad de acabar en un desastre viral de proporciones épicas.
Ahora, impulsada por ese coraje efímero, esa valentía que a veces solo dura lo que una respiración contenida, avanzó hacia la puerta con un paso militar y la barbilla alta. Pero justo en el umbral, el miedo, ese villano (que, efectivamente, será una estrella invitada en esta historia), le cerró el paso de forma brutal. Sus pies frenaron en seco, como si hubieran echado raíces; si no llevara tenis, probablemente sus dedos se habrían clavado en el suelo.
- ¡VAMOoOS! - Detrás de ella, Lizbeth, demasiado comprometida con el plan como para andarse con sentimentalismos, le dio un pequeño pero certero empujón en la espalda.
El toque, más que un empujón, fue una catapulta. Anna salió disparada al pasillo, aterrizando justo donde menos esperaba encontrarse tan pronto: en el centro de todas las miradas imaginarias. A pesar de la tensión del momento, que era más densa que un agujero negro, no pudo evitar reaccionar con una pizca de humor. Entre una risa nerviosa y un quejido de dolor fingido, exclamó:
—¡Oye, que sí me dolió, tonta! —Acto seguido, le propinó a Lizbeth un pellizco juguetón en el brazo a modo de represalia cariñosa. El pasillo, testigo silencioso de su pequeña pero trascendental odisea, parecía de repente más largo, más ancho y mucho más iluminado de lo habitual, como si el universo entero hubiera decidido encender todos los focos y apuntarlos directamente a su cara en el peor momento posible.
Lizbeth, imparable como una fuerza de la naturaleza, le tomó la mano a su amiga y la arrastró por el corredor con la determinación férrea de quien está sacando a su gato de debajo del sofá para llevarlo al veterinario a que le pongan una inyección: una mezcla de risas contenidas, amenazas cariñosas ("¡Como te rajes ahora, te mato!") y algún que otro susurro de ánimo ("¡Tú puedes, campeona!").
— ¡Andando valiente! — musitó con un tono travieso y triunfal, como si estuvieran a punto de cometer el atraco del siglo.