[C1:P5] - Un gran salto para la mujer…

(07/05/2027 - 11:07AM)

Al divisar a Ismael, que avanzaba torpemente por el pasillo junto a Oscar, con una bolsa de papas fritas a medio comer en la mano y la mirada perdida en algún pensamiento profundo (o simplemente en la nada), Lizbeth no dudó ni un instante. Extendió su dedo índice, convirtiéndolo en una especie de timbre humano, y tocó repetidamente la espalda del chico con la insistencia de un vendedor.

Anna, mientras tanto, se debatía internamente en un duelo a muerte entre el impulso irrefrenable de huir despavorida y el deseo casi masoquista de desmayarse allí mismo con un mínimo de dignidad. En un último y patético intento de fuga, trató de zafarse del agarre de Lizbeth, moviendo el brazo como un pez fuera del agua luchando por su vida. Sin embargo, en el preciso instante en que Ismael se giró, respondiendo al toque insistente de su amiga, se recompuso su postura a la velocidad de la luz. Adoptando una expresión de seriedad y firmeza que no se correspondía en absoluto con el terremoto que sentía por dentro, intentó disimular su nerviosismo y el reciente impulso de escape. Se plantó firme sobre sus pies, respiró hondo como si fuera a sumergirse en aguas profundas y se enfrentó a él con una sonrisa que era una obra maestra de la tensión y la determinación forzada.

Con la mezcla explosiva de nerviosismo extremo y una urgencia casi animal, lo saludó con un apresurado y ligeramente ahogado:

- ¡Hey! !Hola!

Casi inmediatamente después de que esas dos palabras, aparentemente inofensivas, salieran de su boca, una oleada de autocrítica feroz la inundó como un tsunami. «“¡Hey!¿Hola?” ¿Acaso soy retrasada?», pensó, mortificada hasta el tuétano por lo que ella percibía como una torpeza monumental en su saludo. Su mente comenzó a girar a mil por hora, analizando y reanalizando cada sílaba que había pronunciado, sintiendo que cada palabra que había escogido con tanto ¿esfuerzo? parecía cada vez más inadecuada, más estúpida, bajo la (probablemente indiferente) mirada de Ismael.

Lizbeth, observando la situación desde la barrera con una mezcla de diversión mal disimulada y una ligera exasperación fraternal, rodó los ojos ante la reacción de su amiga. En su mente, el pensamiento «Que torpe» resumía la situación a la perfección, pero su gesto no llevaba ni una pizca de malicia. A pesar de su juicio interno, Lizbeth se mantuvo firme a su lado, cual guardaespaldas emocional, preparada para apoyarla y, si fuera necesario, darle otro pequeño (o no tan pequeño) empujón de confianza.

- Hola… ¿Todo bien? – Contestó Ismael, con voz tranquila, con esa voz tranquila y ligeramente monótona que lo caracterizaba. Aunque por dentro, su cerebro ya estaba intentando procesar a toda velocidad por qué ese par de féminas lo habían abordado ya en dos ocasiones en menos de una hora, y por qué en esta segunda ocasión una parecía estar sujetando a la otra como si fuera una rehén voluntaria a punto de confesar un crimen.

Por su parte, Anna estaba viviendo el tiempo real como si fuera la cuenta atrás para el fin del mundo, mientras que su tiempo interno, el de cualquier adolescente perdidamente enamorada, era un auténtico apocalipsis de pensamientos caóticos: mil ideas revoloteando en su cabeza y ninguna parecía ser remotamente coherente, pero todas peleaban encarnizadamente por ser la primera en salir por su boca.

- ¡Si! Seeh, todo bien, solo este… bueno… - empezó, tropezando con sus propias palabras como quien intenta bajar unas escaleras a oscuras y con los cordones desatados. Cada sílaba que lograba articular era inmediatamente sometida a un juicio sumarísimo por el severísimo tribunal de su mente: revisada, editada, criticada y, finalmente, rechazada por unanimidad. Tuvo que entrar a reclamar, puesto que algo debía salir al fin de cuentas, mientras sus manos, con vida propia, jugueteaban nerviosamente estirando y retorciendo las pulseras hechas con ligas de colores que adornaban sus muñecas.

Entre ese limbo de incomodidad casi palpable, buscó con la mirada un refugio visual, un ancla a la realidad, y solo encontró a Oscar. Él estaba a unos pocos pasos, completamente ajeno al drama, entregado en cuerpo y alma al solemne y casi sagrado acto de comer papas fritas con una concentración digna de un monje shaolín. Esa imagen de normalidad cotidiana, de simpleza mundana, le proporcionó a Anna una fracción de cordura, lo suficiente como para que una tímida y casi imperceptible sonrisa se dibujara en sus labios.

Esa fugaz mirada sacó a Oscar de su ensoñación gastronómica. Y sin perder un instante, una oleada de orgullo y satisfacción lo invadió de pies a cabeza. «Una lindura me está mirando», pensó, con una lógica aplastante. El mundo de este hombre era, en ocasiones, envidiablemente sencillo.

Su mirada saltó de la normalidad del chico a la desconcertante imagen de Lizbeth, quien había tomado una posición estratégica digna de un general en el campo de batalla: estaba apoyada casualmente sobre el hombro de Ismael, como si estuviera marcando territorio para su amiga.

Hablando de la leal compañera, esa que siempre parecía estar dos pasos por delante y que poseía un olfato agudísimo para detectar (y a veces provocar) crisis sociales, vio venir el inminente colapso nervioso de su "hermana del alma". Así que, sin perder un precioso segundo, intervino con gran sutileza.

- ¿Puedo hablar contigo un segundo, eh… Omar? – Dijo, inmediatamente arrastrándolo por el brazo con una fuerza sorprendente, aparentemente lejos de la escena.

– Eh… Me llamo Oscar, pero sí, podemos… – a medio camino entre la confusión más absoluta y un éxtasis casi místico, mientras era alejado del epicentro del drama. «Una lindura me está tocando», pensó, lleno de gozo. Y no, no le importó en absoluto ser rebautizado para la ocasión si eso implicaba seguir en contacto con ella.

Al fin, Anna quedó sola frente a su chico. El pasillo pareció encogerse y el ruido ambiental se desvaneció. Así, sintió que finalmente podía enfrentarlo, aunque sus palabras cuando lograron salir lo hicieron de forma atropellada, como una estampida de ovejas asustadas: - Es solo que… bueno… veras… v-voy a hacer una pequeña fiesta esta noche, en mi casa, a las diez, y… y me preguntaba si… bueno… te estaré esperando… ¡Si es que puedes ir! O sea, solo si quieres, claro, pero estaría muy bien que pudieras ir…

Las palabras tropezaban entre sí, empujándose, pidiendo perdón por existir, mientras su rostro navegaba en un mar de emociones contradictorias, entre la esperanza más ilusionada y el colapso nervioso inminente.

El se quedó callado un segundo, el suficiente para que ella imaginara catorce millones de futuros posibles, y en todos y cada uno de ellos terminaba cambiándose de escuela. Finalmente, con un suspiro que sonó extrañamente neutral, y con una voz un poco más fría de lo que ella esperaba, respondió:

- Lo siento, pero… no creo que pueda ir.

Su tono fue como una manta de agua helada cayendo sobre el frágil entusiasmo de la chica. Afortunadamente la culpa lo invadió casi al instante, obligándolo a añadir apresuradamente, con la torpeza de quien intentaría arreglar un jarrón roto con cinta adhesiva - Ya sabes… las tareas, los proyectos… y esas cosas.

A una distancia estratégica, Lizbeth escuchaba la escena como un meme trágico: "Cuando lo invitas a tu casa y te saca la clásica excusa de la tarea", al mismo tiempo luchaba por mantener una expresión de fingido interés en la charla con Oscar.

El por su parte, desplegaba sus mejores cartas de seducción (a las que les tenía demasiada fe) para llamar la atención de la chica que lo tenía secuestrado, a su vez también mantenía el oído más aguzado que un lince, enfocado en la conversación de su amigo. A cada segundo que pasaba y veía a Ismael abrir la boca para soltar otra excusa barata, él sentía que la vida se le escapaba entre los dedos. Por dentro, mascullaba un «Mentiroso hijo de pe…» digno de la mejor telenovela, , frunciendo los labios con impotencia mientras sentía cómo su cerebro amenazaba con sufrir un derrame múltiple al tener que, simultáneamente, seguir intentando crear una conexión con Lizbeth, quien a veces solo se limitaba a asentir con la cabeza y a sonreír de forma enigmática.

El sufrimiento de Oscar podría ser fácil de comprender: para él, esa fiesta en casa de Anna era el equivalente adolescente a una subasta de los más preciados sueños, el santo grial de las oportunidades sociales. Era la ocasión perfecta para dar un plus a su figura, socializar con la élite, ganar puntos de popularidad y, quién sabe, quizás ganarse el cariño de una chica que no lo observe con demasiado desagrado.

Mientras tanto, de vuelta al epicentro, Anna sintió cómo un pequeño pero doloroso nudo se formaba en su estómago al escuchar la respuesta de Ismael. A pesar de la punzada de decepción, intentó con todas sus fuerzas poner buena cara, componiendo su rostro en una expresión de estudiada neutralidad para no mostrar cuánto le afectaba realmente la negativa.

- Ah… entiendo… no te preocupes – Murmuró, arrastrando las palabras como si el aire de repente le costara el doble de esfuerzo respirar. Pero sus ojos, esos traidores incorregibles, dejaban asomar una tristeza tan pura, tan sincera y tan desgarradora que a la mejor actriz de Hollywood le costaría años de estudio imitar.

El gesto, la mirada, la leve inflexión en su voz… nada de eso le pasó desapercibido a Ismael, quien, en un arranque de empatía tan inesperado como un rayo en cielo azul, titubeó.

– P-pero… prometo intentar ir – Dijo finalmente, esperando que esas palabras pudieran vendar, aunque fuera un poco, la herida invisible que sus palabras anteriores habían causado.

Anna recibió esas palabras como si fueran una descarga eléctrica de pura felicidad. Sintió cómo la vida, ese ente caprichoso, de repente le daba unas palmaditas amistosas en la espalda. Sonrió. Y fue una sonrisa demasiado rápida, demasiado grande, demasiado radiante, que hizo que Ismael, instintivamente, diera un par de pasos hacia atrás, como si temiera ser engullido por tanta alegría repentina. Pero fue demasiado tarde. Fue alcanzado por la rápida y completamente impulsiva reacción de la chica, a la que su cerebro no le dio tiempo alguno de advertirle sobre las posibles consecuencias: se inclino sobre las puntas de sus pies y lo abrazó. Un abrazo corto, sí, pero apretado con una fuerza sorprendente, que duró apenas un segundo pero que fue suficiente para que el rostro del chico se tiñera de un interesante tono rojizo.

—¡¿EN SERIO?! — Exclamó, la voz brillante, la mirada emocionada, la expresión torpemente adorable. El encanto, sin embargo, se rompió en el preciso instante en que se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Se alejó de él con la rapidez de un resorte, apurada por la vergüenza y el repentino ataque de conciencia sobre su arrebato. Recuperó a medias la compostura y añadió, con los pulgares arriba en un gesto que intentaba ser casual pero que solo resultaba aún más entrañable:

– Sí, digo, ¡sería genial que pudieras ir! Irán muchas personas, lo pasaremos muy, muy bien. ¡Fiestón asegurado!

Por dentro saltaba de alegría como si estuviera en un trampolín gigante hecho de nubes.

Aún visiblemente sorprendido por el repentino y efusivo abrazo, solo pudo limitarse a responder con una sonrisa nerviosa pero innegablemente honesta.

B-bien… suena bien Dijo, corto, simple y sincero, pero con unos sutiles dejos de progreso en la voz.

Un poco sonrojada todavía, Anna bajó la mirada un instante antes de musitar:

- Bien… –Repitió, y tras una breve pausa que pareció contener mil palabras no dichas, añadió con un tono más bajo, más íntimo – Espero… verte.

El brillo de esperanza en sus ojos era inconfundible, una mezcla perfecta de vulnerabilidad y una valentía recién descubierta.

Asintió, y en un momento espontáneo de sincronía casi mágica, ambos dijeron al unísono – Nos vemos.

La sincronía accidental les arrancó una sonrisa compartida, por el pequeño instante de conexión genuina. Seguidamente, ambos giraron casi al mismo tiempo para buscar a sus respectivos aliados. Lo que Anna encontró la dejó momentáneamente sin palabras: su amiga estaba riendo. Riendo genuinamente, a carcajada limpia, junto a Oscar. Por un momento a Anna se le había olvidado por completo la opinión un tanto despectiva que su amiga solía tener del amigo de Ismael. Pero ahora, allí estaban los dos, compartiendo una complicidad inesperada

«¿Pero qué demonios me perdí?», pensó Anna, dándose cuenta con asombro de que, en cuestión de instantes, las rígidas e invisibles líneas jerárquicas que su amiga Lizbeth solía dibujar con tanta precisión para los demás parecían haberse borrado repentinamente, como si un huracán de buen rollo hubiera pasado por allí.

Las preguntas le flotaban en el aire como burbujas, Lizbeth hasta parecía hasta tener un brillo distinto en los ojos, uno que ni ella le conocía. En cuanto sintió la mirada inquisitiva de su amiga, Lizbeth se despidió con una ligereza y una sonrisa sorprendentemente dulce de Oscar, y cruzó el pasillo con ese andar inconfundible, mezcla de modelo de pasarela y reina del instituto. Su compañera la recibió con una expresión facial que era un compendio de signos de interrogación, las cejas arqueadas casi hasta tocarle el flequillo. El silencio entre ellas duró un segundo de más, un segundo cargado de expectación, antes de que Lizbeth le respondiera a todas sus preguntas no formuladas con un simple encogimiento de hombros y una sonrisa traviesa

Mientras caminaban juntas de regreso al aula, entre el barullo de estudiantes que apuraban los últimos segundos de libertad, Lizbeth rompió el hielo con un comentario cargado de ironía y con una perfecta voz de locutora de documental histórico:

- Y ese fue un gran salto…para la mujer.

Entonó, con un deje burlón, y seguidamente ambas estallaron en risas sonoras y liberadoras que probablemente se escucharon hasta en la sala de profesores.