[C1:P7] - ¿La espada o la pared?…

(07/05/2027 - 02:03PM)

Las últimas dos horas del día escolar avanzaron con la misma rutina plomiza y predecible de siempre, un purgatorio de lecciones a medio escuchar y miradas perdidas en el techo. Durante todo ese tiempo, como un molesto mosquito zumbando en el oído, los comentarios sarcásticos de Oscar sobre el tema pendiente llenaban el aire a intervalos regulares e Ismael solo se limitaba a rodar los ojos con un fastidio que ya se había convertido en su principal forma de ejercicio.

Finalmente, el sonido del timbre final, ese canto de sirena para los náufragos de la educación obligatoria, resonó a través de los pasillos. Fue un anuncio liberador, una amnistía general que marcó el fin de la jornada. Los estudiantes, visiblemente aliviados y con una ansiedad casi palpable por escapar de las aulas-celda, comenzaron a recoger sus cosas con una celeridad asombrosa y a desfilar hacia las puertas como una marea humana, charlando y riendo, liberados al fin del ambiente controlado y ligeramente opresivo de las clases.

El par se unió al flujo de estudiantes que se dirigían como un solo organismo hacia la salida, a pocos metros de la meta notaron a un par de figuras femeninas de pie cerca de la puerta, en una pose de estudiada indiferencia que no engañaba a nadie, aunque las dos chicas trataban de parecer despreocupadas, charlando entre ellas y lanzando miradas supuestamente casuales hacia la multitud, sus posturas era medianamente sutiles, habían estado esperando.

Anna, al ver a Ismael acercarse sintió ese familiar revuelo de emociones, ese cóctel de nerviosismo paralizante y anticipación eléctrica. Su sonrisa, radiante y ligeramente temblorosa, iluminó su rostro mientras extendía la mano en un tímido y adorable ademán de despedida, un gesto que parecía decir "no te olvides de mí" y "por favor, que no se me note el pánico"

Oscar, siempre vivo y con la lengua más rápida que su sentido común, no dejó pasar la oportunidad para mirar de reojo a su amigo y lanzar una broma sarcástica, un dardo envenenado de envidia.

– Vaya, de verdad que quiere que se la pongas… – susurró en tono disimulado, sus palabras cargadas de una admiración y un resquemor mal disimulados. Y por culpa de esa distracción, de ese instante de fijación en la suerte ajena, no notó que Lizbeth se despidió de él con un gesto mucho más sutil, una casi imperceptible inclinación de cabeza y una media sonrisa que pareció dirigida solo a él, como un secreto compartido que él, por idiota, se perdió.

Ismael, atrapado entre la vergüenza ajena por el comentario de su amigo y una leve, muy leve, diversión por su descaro, optó por responder con una ligereza que no sentía. Le dio un codazo amistoso pero firme en las costillas, no con la intención de hacerle daño, pero sí con la esperanza de que el impacto le reseteara el cerebro y le devolviera la configuración de fábrica. Después, soltó una risa corta y baja, un simple:

– ¡Ja!

Apenas cruzaron el umbral de la escuela, ese portal que separaba el infierno reglamentado del purgatorio de la vida real, y Oscar, incapaz de dejar reposar el tema, decidió abordarlo una vez más, , como un perro con un hueso. Aún preocupado por la indecisión de su amigo y curioso por el desenlace de la noche, lanzó una pregunta que reflejaba toda su ansiedad contenida.

– ¿Y…entonces? ¿Te veo más tarde en mi casa? Mientras, pues, me preparo para que vayamos… – Intentó sonar casual, pero su voz lo traicionó, revelando un ligero matiz de impaciencia y una expectativa del tamaño de un continente.

Sintiendo el peso de la presión soltó un suspiro profundo, un suspiro que pareció venirle desde el fondo del alma.

– Por favor… de verdad tengo mejores cosas que hacer – Respondió , comenzando a sentirse un poco abrumado, como si las paredes de la insistencia de su amigo se estuvieran cerrando sobre él.

Por su parte, no completamente dispuesto a tirar la toalla y dejar pasar la oportunidad de su vida (social), recurrió a un tono más ligero, mezclando el humor con una súplica genuina y casi conmovedora.

– ¡Vamos, amigo! ¡No puedes rechazar la invitación de una chica tan popular! ¿Cómo se supone que me colaré yo si tu no vas? – Replicó, mostrando una sonrisa juguetona que oscilaba peligrosamente entre la broma y la más absoluta seriedad de usar a su amigo como una especie de pasaporte social, una llave maestra para las puertas de la aceptación.

A Ismael casi se le escapa una risa, el comentario lo hizo suavizarse, dejó escapar una media sonrisa y asintió ligeramente – ESTABIEN, ESTABIEN… Lo pensaré, lo pensaré, ¿Okay?

Claramente aliviado y animado por la leve fisura en su amigo, estalló en entusiasmo.

- ¡ESO CARAJO! Exclamó extendiendo el brazo para rodear los hombros de su amigo de manera espontánea.

Ismael, aunque todavía profundamente reflexivo sobre su decisión, no pudo evitar responder al entusiasmo contagioso de su amigo con una sonrisa un poco más genuina, un poco menos forzada.

Justo cuando la conversación entre el par de opuestos estaba llegando a un punto más relajado, un auto se detuvo suavemente junto a la acera, justo frente a ellos, con la precisión de un chófer profesional. Era la madre de Oscar, que había venido a recogerlo. La mujer, con una sonrisa cálida y acogedora que parecía dirigida a ambos chicos por igual, bajó la ventanilla del copiloto y saludó con una familiaridad reconfortante que siempre lograba desarmar un poco a Ismael.

– ¡Hola, cariño! ¿Necesitas que te acerquemos? La parada del autobús está lejísimos, y con este calor…

Él agradeció la oferta con una sonrisa sincera, aunque la rechazó con una educación impecable.

– Descuide señora, estoy bien... es que tengo un mandado muy importante que hacer de camino. Una mentira piadosa, si, pero...

La madre de su amigo, aunque asintió con una expresión de comprensión ante la respuesta, no pudo ocultar una leve sombra de preocupación en su mirada, una preocupación especialmente dirigida a ese chico que siempre parecía llevar el peso del mundo dentro de la mochila.

– De acuerdo, hijo, como veas, pero ten mucho cuidado, ¿eh? Y saludame a tus papis de mi parte.

Aunque en realidad, nunca en su vida había conocido a los padres del muchacho. Pero, ¿por qué ese comentario amable, esa pequeña ficción de normalidad, debería estar fuera de lugar?

Él respondió con la misma cortesía, ofreciendo una sonrisa que era una mezcla de nerviosismo y gratitud genuina.

- Claro señora, eso haré, gracias… - Reconocía y agradecía profundamente su amabilidad, aunque ambos, en un nivel tácito, sabían que ese mensaje nunca llegaría a su destino.

Mientras Oscar se subía al auto, se asomó por la ventanilla, como si temiera que su amigo cambiara de opinión en el último segundo.

– ¡Márcame para confirmar, amigo! ¡No te hagas el loco! – mencionó mientras se acomodaba entre los asientos del vehículo, su tono era casual, pero subrayaba una expectativa tan clara y brillante como el sol del mediodía.

De pie junto al auto soltó un suspiro profundo antes de responder con una expresión de suave y cansada resignación, como quien acepta un destino inevitable contra el que ya no tiene fuerzas para luchar. Asintió y dijo con un tono de aceptación casi fúnebre:

– Okay, okay… yo te aviso…

Su amigo sonrió, satisfecho. Intercambiaron unas últimas palabras ininteligibles, un rápido choque de puños y el auto comenzó a alejarse, dejando tras de sí sólo el zumbido decreciente de su motor y una pequeña nube de polvo que se disolvió en el aire. El chico de las gafas permaneció parado en la acera, inmóvil, observando cómo el vehículo se perdía en la distancia, como un barco desapareciendo lentamente en el horizonte, dejándolo solo en la orilla.

Se tomó un momento para reflexionar cerrando los ojos… sabía con una certeza casi matemática, que asistir o no a la fiesta probablemente no afectaría su estatus social de manera significativa; de hecho, dudaba siquiera de tener un estatus social que pudiera ser afectado. Se había encargado personalmente de ello, construyendo a su alrededor un muro de indiferencia y distancia. Sin embargo, era dolorosamente consciente de que para su amigo, para su único amigo, la situación era radicalmente diferente. La fiesta representaba una oportunidad de oro, un trampolín para mejorar su posición dentro del complejo, tribal y a menudo cruel ecosistema escolar. Las perspectivas y prioridades de ambos eran realmente abismales, tan diferentes que a veces se preguntaba cómo era posible que fueran amigos. Él valoraba la autenticidad y la tranquila seguridad de su propio mundo interior por encima de la efímera, ruidosa y agotadora popularidad. Su amigo, en cambio, parecía encontrar más valor, más sentido, en la integración, en el reconocimiento social, en ser parte de algo más grande, aunque ese algo fuera superficial.

Después de unos segundos más, que se le antojaron una eternidad, abrió los ojos y miró una última vez de manera furtiva cómo el coche de la madre de su amigo se alejaba entre la multitud de estudiantes que seguían como un enjambre desordenado y ruidoso. Aunque a su alrededor todo era estruendo (risas, gritos, pasos apurados y mochilas golpeándose entre sí), él sintió nuevamente ese tipo de silencio que retumba por dentro, ese vacío sonoro que aparece cuando uno se queda sin compañía en el momento equivocado. Aunque, para ser honestos, él casi siempre se sentía en ese momento equivocado. En fin… Balanceó los brazos hacia adelante y hacia atrás, un movimiento mecánico y repetitivo, como si intentara expulsar de su cuerpo la sensación pegajosa de quedarse solo. Se inclinó levemente sobre sí mismo, alzándose sobre las puntas de los pies, meciéndose con una especie de gesto distraído, casi infantil, el cuerpo expresando lo que su rostro, impasible, no alcanzaba a mostrar. Se presionó los labios uno contra el otro con fuerza, y al soltarlos, dejó escapar un pequeño "pop" que se perdió, insignificante, entre el bullicio general. Sin mirar atrás, giró sobre sus talones, se ajustó la mochila sobre los hombros y comenzó el largo camino a casa. Un trayecto de poco más de dos horas y pico a pie desde su posición, pero que para él no era una carga, sino un regalo; un tiempo adicional, precioso y necesario, para pensar, para despejarse, para estar solo con la única persona que no podía abandonarlo: él mismo.

Avanzó mientras la calle bullía con el murmullo de otros estudiantes y el tráfico distante, creando una atmósfera urbana que, lejos de molestarlo, lo acompañaba como una banda sonora melancólica hecha a su medida. Al llegar a una tienda de conveniencia, de esas que parecen existir en cada esquina del universo conocido, decidió entrar sin pensarlo dos veces, quizás con el deseo inconsciente de prolongar un poco más ese tiempo de limbo, de no llegar a casa todavía. Compró algo para comer y una botella de agua, pertrechos para el largo y solitario camino que aún le quedaba por delante.