Capítulo 2 — Un legado familiar
Diez años habían pasado desde aquella tarde de luz azul.
El sol de la tarde se colaba entre los árboles, dorando los campos que rodeaban la tranquila aldea. Dos figuras corrían entre la hierba alta, riendo sin preocupación. Kael, ahora de once años, de cabello blanco como el invierno y ojos que brillaban con un azul sereno, corría junto a Brisa, su hermana adoptiva, tan vivaz como él. Sus cabellos pelirrojos bailaban al viento mientras se empujaban, se burlaban uno del otro y compartían una alegría simple.
—¡Te gané de nuevo! —gritó Brisa, tocando primero la vieja piedra del camino.
—¡No cuenta! Tropecé con una raíz —protestó Kael, aunque no dejaba de sonreír.
Desde la entrada de la cabaña, una voz grave rompió el momento:
—¡Niños! ¡A comer antes de que se enfríe! —rugió Darin Averlon, su voz profunda, como siempre.
Dentro, el aroma del arroz con carne lo llenaba todo. Mira, de cabello castaño recogido y delantal en la cintura, los esperaba con una sonrisa. El fuego crepitaba suavemente en el rincón de la cabaña, que aunque humilde, desbordaba calidez.
Kael se sentó con emoción, sus ojos iluminándose al ver el plato.
—¡Arroz con carne! ¡Gracias, Mira! —exclamó, con entusiasmo casi infantil.
—Come mientras está caliente, niño tragón —bromeó Brisa, pinchándole el hombro con el tenedor.
Rieron. Todos rieron. Durante ese instante, no existían linajes, secretos ni diferencias. Solo una familia compartiendo una comida sencilla sobre una mesa de roble.
Tras unos minutos, Darin se levantó y fue hasta una vieja caja de madera. La abrió con cuidado y sacó un objeto envuelto en una tela gruesa. Lo colocó frente a Kael con seriedad.
—Tal vez no seas mi hijo, niño… —dijo, mientras desenvolvía el objeto—, pero quiero darte un legado de mi familia.
Era un hacha de hierro viejo, su mango marcado por años de uso y grabados sencillos a lo largo del filo.
—Esta hacha no es para crear conflictos, Kael. Es para unir a la familia, para construir, proteger. O al menos, eso decía mi padre.
Y ahora… te la entrego a ti. Como legado. Cuídala. Agradécela. Y bueno… ya que la tienes, ve a cortar unos troncos, niño —dijo, con una sonrisa torcida.
Kael la sostuvo con las dos manos. Aunque pesada, la alzó con facilidad. No dijo nada. Solo sonrió con el alma y salió corriendo hacia el bosque.
Mira se cruzó de brazos y miró a Darin con una ceja levantada.
—Tú, el hombre frío sin sentimientos, ¿acabas de darle tu reliquia familiar a un niño que no consideras tu hijo? —dijo, con tono sarcástico.
Darin le lanzó una mirada de reojo y, sin decir palabra, tomó sus manos con firmeza.
—Tal vez no sea nuestro hijo, pero lo quiero como a uno.
Y dime tú… ¿no te sorprende que tenga tanta fuerza? ¿Que hace cinco años se cayó de una montaña de al menos treinta metros y saliera caminando como si nada?
Mira, ese niño no es normal. Tenemos que aceptarlo como es… y aun así, lo queremos.
Mira soltó una risita, divertida.
—A mí no me impresiona mucho, la verdad. Ya sé que no es normal.
Pero si quieres saber lo que sí me impresiona… es cómo nuestra hija lo mira. Solo digo —añadió con una sonrisa traviesa.
Darin se quedó quieto. Su cara se congeló con una expresión de puro desconcierto.
—¿Qué...? No, espera… ¿en serio…?
—Oh, sí —dijo Mira, riendo mientras volvía a la cocina.
Darin se pasó la mano por la cara, soltando un bufido.
—Pues... si es así… lo querré como yerno —dijo entre risas extrañamente sinceras.