Aiden Solís
jueves en la universidad...
—A ver, chicos, necesito ideas para una segunda cita —digo, mirando a Ricardo, Esteban y Daniel. Raúl y Omar también están ahí, pero sinceramente, como no tienen pareja, sus opiniones me valen madre.
—¿Tanta urgencia tienes o qué? —salta Raúl, con tono burlón.
—Ignorado —respondo de inmediato, sin mirarlo—. Me refiero a los que sí tienen experiencia real. Chicos, ¿a dónde llevaron a sus novias cuando estaban quedando?
—Yo ya te conté lo de la cafetería bonita esa, ¿no? —dice Ricardo, mientras revisa su celular seguramente hablando con su novia.
—¿Cuál cafetería? —pregunta Esteban, aunque claramente no le interesa tanto la cafetería como picar a Ricardo para que se ponga cursi otra vez.
—Una que está por la calle de atrás del centro. Pequeña, medio escondida, con lucecitas colgantes y tazas desparejadas... bonita, no perfecta. Como ella —dice Ricardo, medio distraído, pero con esa sonrisa suave que solo se le ve cuando habla de su novia.
—Uy —salta Omar, alzando las cejas—. Nivel novela.
—Cállate —responde Ricardo sin dejar de sonreír—. El amor es un misterio precioso. No me juzgues.
Y ahí, por un segundo, nadie dice nada.
Porque tiene razón.
El amor es un misterio precioso. De esos que no entiendes mientras pasa, pero que cuando lo miras en retrospectiva, todo tiene sentido. Como si el universo supiera lo que hacía cuando cruzó tus pasos con los de alguien que no sabías que necesitabas.
El amor está en la forma en que alguien recuerda cómo te gusta el café. En que te mande una canción a las 11 p.m. y diga "me recordó a ti". En caminar sin hablar y sentir que el silencio también es compañía. En querer a alguien no porque te resuelva la vida, sino porque hace que la vida, incluso en su desmadre, se sienta más llevadera.
—A veces siento que estoy empezando a entender eso —murmuro, sin querer soltarlo en voz alta, pero ya es tarde.
Todos me miran, aunque no de forma pesada. Más bien curiosos. Como si estuvieran esperando que diga más.
Y yo pienso en Adellai.
En cómo se ríe cuando le gana la timidez. En cómo corre como niña cuando hace travesuras. En cómo me mira a veces como si ya supiera todo lo que no digo.
—¿Y se siente bien? —pregunta Daniel, más serio de lo normal.
—Se siente... como volver a casa después de un día largo. Como cuando hueles pan recién hecho y solo quieres llegar y centarte a comer. Como que por fin todo encaja —respondo, sin pensar demasiado. Porque es verdad.
—Damn, qué cursi andan todos hoy —dice Esteban, pero se le nota la sonrisa.
—Cállate, que tú lloraste viendo "Your Name" —le recalca Ricardo.
—¡Era emotiva! —se defiende Esteban, y todos nos reímos.
Pero la risa no borra lo que quedó flotando en el aire. Esa verdad que nadie dijo tal cual, pero que todos entendieron:
El amor, cuando es real, se nota. Se siente. Se queda. Aunque aún no tenga nombre, aunque aún no sepas a dónde va.
Es un misterio precioso.
Y algunos de nosotros... ya lo estamos empezando a vivir.
Solo algunos
—Bueno céntrense —dice Ricardo
—Sí, sí, centrémonos, enserio necesito más opciones. Algo distinto. Quiero que se acuerde de la cita, no que diga "meh".
—Dices que tu chica lee, ¿no? —interviene Omar, y todos lo volteamos a ver como si no esperáramos que dijera algo útil
—Sí... sí, le encanta leer —respondo, medio sorprendido
—¿Y si la llevas a una librería y le compras un par de libros? —dice, como si fuera la idea más simple del mundo.
Y lo es. Pero también es brillante.
—Una buena librería. De esas con sillas incómodas pero alma bonita. Y luego se van a algún café raro a leer juntos en silencio y de vez en cuando se miran con cara de "¿ya me besas o sigo leyendo?" —añade Esteban, metiéndose en el plan como si fuera director creativo de citas.
—O le escribes una nota en uno de los libros. Algo cursi, pero bonito. Tipo "este libro me recordó a ti, y tú me haces querer leer hasta los finales tristes" —agrega Ricardo, sin pudor.
—¿Y si me manda al demonio por cursi?
—Entonces no es tu chica, bro —dice Omar, encogiéndose de hombros.
Yo solo me quedo ahí, procesando la lluvia de ideas.
Adellai. Libros. Silencio cómodo. Risas espontáneas. Dedicatorias escondidas.
Sí.
Eso sí suena a nosotros.
Y por dentro, sin decir nada más, sé exactamente cuál será la próxima página de esta historia.
Me le quedo viendo en silencio por un segundo. Luego abro los ojos como si me acabara de caer el veinte.
—¡Una librería! ¡¿Cómo no se me había ocurrido?! —exclamo sorprendido y agradecido a partes iguales, le doy un par de palmadas en la espalda, casi con entusiasmo fraternal—. Bien ahí, Omar. Me reconciliaste con tu existencia.
Omar se ríe, satisfecho. Raúl pone cara de "ni que fuera gran idea", pero lo ignoro otra vez. Ya tengo un plan...
Ya con la idea fija en la cabeza, saco el celular y abro el chat con Adellai. Me quedo viendo la pantalla unos segundos, borrando y reescribiendo el mensaje unas tres veces antes de enviarlo. Al final, le mando un:
Yo:
Oye, tú que eres toda culta y refinada... ¿te gustaría ir a una librería conmigo el sábado después del cultural? como a la 1 o 2 pm
Le pongo un emoji de librito y otro de ojitos. Porque sí, soy ese tipo de ridículo ahora. No pasan ni dos minutos cuando aparece su respuesta:
Adellai:
¿Culta y refinada? ¿Me estás confundiendo con otra de tus conquistas?
Me río en voz baja, tecleo rápido:
Yo:
No, hablo con la única conquista que tengo, contigo. La artista que huele a pintura y lee más que los profesores. Esa mera.
Adellai:
Aww. Ok, acepto. Pero solo si me dejas elegir al menos un libro para ti. De matemáticas o física, algo que me llame la atención
Sonrío. Confirmadísimo: me está gustando demasiado esta niña.
Yo:
Trato hecho. Mientras no sea uno de vampiros románticos, lo que tú quieras.
Adellai:
Demasiado tarde. Ya te vi leyendo "diario de vampiros" en voz alta para la próxima semana.
Me río de nuevo y dejo el celular sobre el pecho, como si eso pudiera calmarme el corazón, que ya va a mil por hora. Me la imagino entre los estantes, hojeando libros, con las puntas de los dedos manchadas de pintura y esa forma suya de morderse el labio cuando algo le emociona.
Y yo, claro, intentando actuar como si supiera de autores cuando en realidad solo quiero verla feliz.
Definitivamente esto no podría ser más perfecto. Me intriga saber qué libros va a escoger para mí, pero sobre todo, me emociona que me conoce. Que no va a elegir cualquier cosa, sino algo que de verdad me vaya a gustar.
Y eso, joder... eso me encanta.
Guardo el celular con una sonrisa medio boba, de esas que intentas disimular pero que se te quedan pegadas a la cara como chicle. Ricardo me ve y alza una ceja.
—¿Ya te contestó la culta y refinada? —pregunta uno de mis amigos con tono burlón, ya que estaba viendo la conversación de cotilla.
—Aceptó —digo, tratando de sonar casual, pero creo que se nota que estoy demasiado feliz para fingir indiferencia.
—¿Y a dónde la vas a llevar entonces? —pregunta Esteban, curioso.
—A una librería, aún no se a cuál, pero investigare una bonita y que tenga mucha variedad —respondo, inflando el pecho con orgullo—. Le gustan los libros. Y yo quiero verla feliz.
—Pfff —Raúl suelta una risa seca—. Te van a hacer leer, bro. Tú solito te estás cavando la tumba.
—¿Y? —le contesto, encogiéndome de hombros—. Mejor eso a que termine llevándola a un lugar aburrido. Además, si voy a hacer el ridículo, que al menos sea con ella.
—Ya te vi con gafas de pasta y diciendo cosas como "Kafka representa el sufrimiento del alma moderna" —dice Daniel, poniendo voz de intelectual.
—Me vale madres mientras ella esté sonriendo —digo sin pensarlo, y cuando me doy cuenta de lo que acabo de soltar, todos me miran raro.
—Wow —murmura Ricardo—. Cayó. El muchacho cayó.
—Reza porque no sea permanente —añade Omar, riéndose.
Pero yo no respondo. Solo bajo la mirada y sonrío solo, porque... sí. Sí caí. Y con gusto.
Me paso el resto del día imaginando la cita. No puedo evitar pensar en los pequeños detalles: qué camisa usar, si debería buscar una librería con cafetería, si llevarle alguna tontería, una flor, un separador bonito... algo. Lo que sea que le saque una sonrisa.
Y mientras el profe de física explica algo sobre ondas y resonancia, yo solo pienso en otra cosa: que cada vez me gusta más esta niña que se ríe con sarcasmo, mancha todo con pintura y me hace querer ser alguien que valga la pena.
¿Ya es sábado?
No
Maldita sea, universo.
Apenas ha pasado un día desde que la vi, pero siento que el reloj me odia personalmente. Me alisto para ir a mi clase del cultural, meto mi dobok y mi cinta como si estuviera armando una misión secreta (spoiler: involucra niños hiperactivos y patadas voladoras), me echo un último vistazo en el espejo —por si acaso cierta chica guapa aparece mágicamente en el camino o en la entrada del cultural, cof cof—me despido de mi madre y salgo de mi casa.
Vivo cerca del cultural, así que camino con calma, con los audífonos puestos, aunque mi mente va a mil por hora. Estoy pensando en ella. En Adellai. En si se acordará que quedamos en tal vez vernos hoy, o si me va a dejar en visto.
Al llegar, el maestro Raúl me recibe con su clásico "ya era hora" medio en serio, medio en broma, y los niños corren hacia mí como si fuera un héroe de película. Me encanta cómo me gritan "¡Aiden!" con tanta emoción, aunque uno me pega en la pierna jugando a que ya sabe hacer una patada giratoria. Spoiler dos: no.
Comenzamos la clase como siempre: saludos, calentamiento, técnica. Uno se distrae, otro se ríe cuando cae sentado, y hay una niña que se toma todo tan en serio que me da miedo que me reemplace un día. Al final, como siempre, hacemos una mini competencia, y ellos terminan sudados pero felices. Yo también.
Apenas me despido y me cambio la camiseta por una más fresca, saco el celular y le mando mensaje a Adellai:
Yo:
¿Nos veremos hoy ahorita? 👀 Es viernes... ¿te late ir al mercado?
Adellai:
¿Mercado? 👀 suena a cita informal con posibilidad de esquivar puestos de fruta y comprar cosas que no necesito pero quiero
¿A qué hora? 😋
Me río. Literalmente me río en voz alta y uno de los niños me mira raro desde la banquita. No me importa. Le contesto de inmediato:
Yo:
Tipo 7:30, para que lleguemos a casa y nos cambiemos de ropa, te invito una nieve🍦
Vuelve a escribir. Me imagino su carita seria mientras piensa qué responder para tener la última palabra. Y lo logra.
Adellai:
¡perfecto! mientras no me hagas caminar tanto como la otra vez todo bien🤷🏻♀️
Dejo el celular en el bolsillo, con esa sonrisita tonta que según yo nadie nota, pero el maestro Raúl me lanza una mirada de "¿qué traes tú?" y solo le digo "cosas importantes, maestro", levantando las cejas.
Se viene una tarde buena. Muy buena
Terminamos la clase 15 minutos antes ya que el maestro se ocupará, por lo que aprovecho para correr a casa y darme una ducha rápida, ya que estoy sudado por el ejercicio de hoy, me cambio a algo fresco: camiseta negra, pantalón claro, mis tenis favoritos (esos que están justo entre "bien para caminar" y "por si hay que correr en el mercado", me pongo mi desodorante y mi perfume de siempre y salgo rumbo a la plaza de frente al cultural donde quede de verme con ella
El cielo ya se empieza a poner medio dorado, medio rosa, con esas nubes que parecen algodón de azúcar. Literalmente ambiente de película. Llego unos minutos antes y me acomodo en un rincón donde pueda verla llegar sin parecer desesperado. Spoiler: estoy desesperado.
Entonces la veo.
Cruza la calle con sus audífonos puestos y su mochilita colgando de un hombro, como si no supiera que tiene toda mi atención. Cuando me ve, sonríe y se quita un audífono. Yo levanto la mano en modo "¡por fin!"
—¿Llegué tarde o tú llegaste muy temprano? —pregunta, entrecerrando los ojos.
—Ambas. Yo llegué temprano y tú llegaste a la hora exacta para que valga la pena la espera.
—Uy, poeta —dice, pero se le escapa una sonrisa mientras se acomoda el suéter.
—Dijiste que querías cosas que no necesitas, así que prepárate para el tour no oficial del desorden financiero —le digo, ofreciéndole mi brazo.
—Acepto, pero con una condición.
—¿Cuál?
—si me canso, me traes cargando
—me parece justo.
Y así, caminamos entre los puestos, esquivando señoras con bolsas enormes, saludando a uno que otro vendedor que ya me reconoce por mis compras impulsivas, y bromeando como si no fuera la segunda vez que salimos oficialmente, no-oficialmente.
Ella se detiene en un puesto de pulseras y empieza a probarse una. Yo la miro, pensando que sí, que esta tarde ya es mi parte favorita de la semana.
—Deberíamos comprar pulseras en pareja —dice ella, sin dejar de observarlas, como si hablara más consigo misma que conmigo.
—Lo anoto en mi lista de cosas que quiero hacer cuando seamos una pareja oficial —respondo, con el corazón haciendo maromas.
—Bueno.
Y esa simple palabra, dicha bajito, con esa voz tan suya, se me queda dando vueltas en la cabeza como si acabara de decir algo muchísimo más grande.
Al final terminamos comprando unos smoothies —yo de mango y ella, fiel a su personalidad impredecible, de chocolate. Caminamos con calma entre los puestos del mercado, esquivando gente y dejándonos llevar por el ritmo lento de la tarde. La luz ya se va apagando, y los focos amarillos que cuelgan entre los puestos empiezan a brillar más.
—¿Te gustó tu smoothie? —le pregunto, mirándola de reojo con ternura mientras la veo prácticamente devorar el suyo como si no hubiera comido en tres días.
—Mucho. Está delicioso. No puedo creer que casi no te guste el de chocolate —responde con las cejas levantadas, como si eso fuera motivo suficiente para repensar toda nuestra relación.
—Demasiada azúcar para mí —digo, encogiéndome de hombros mientras doy un sorbo al mío.
—Ay, ya vas a empezar con tus opiniones raras. Seguro también eres de los que creen que el helado de vainilla es más sabroso que el de cookies and cream.
—Primero que nada, el de vainilla es superior. Segundo, eso no lo hace raro, lo hace clásico. Como yo.
—¿Clásico? ¿Así te defines? —dice, divertida—. Suena a excusa de persona que se duerme a las nueve.
—Tú no sabes nada de la vida —respondo con tono dramático, dándole otro sorbo a mi smoothie.
Ella se ríe bajito, y esa risa me golpea directo al pecho. La forma en que entrecierra los ojos, cómo inclina un poco la cabeza hacia atrás, como si en serio se le escapara sin querer. Me dan ganas de decirle algo cursi, pero me aguanto. Solo camino a su lado, disfrutando la paz de este momento, que no necesita nada más.
Pasamos por un puesto de panes dulces y me tienta un conchón, pero me contengo. Ella, en cambio, se detiene frente a uno donde venden anillos, y se pone a curiosear como si buscara algo sin saber qué.
—¿Sabías que cada dedo tiene un significado? —me dice sin verme, concentrada en una bandejita llena de brillitos.
—¿Ah, sí? Entonces dime, ¿en cuál dedo se usa el anillo de "me estoy empezando a enamorar pero todavía no lo quiero admitir"? —le digo con una sonrisita.
Ella me lanza una mirada rápida, pero no dice nada. Solo se muerde el labio y vuelve a mirar los anillos. Y aunque no lo diga, sé que le gustó la pregunta.
Seguimos caminando, más lento, como si inconscientemente ninguno de los dos quisiera que esto se acabe.
Caminamos en silencio un rato más, con nuestros smoothies ya casi vacíos y los pies sincronizados sin darnos cuenta. No hace falta hablar todo el tiempo con ella. El silencio con Adellai no es incómodo, es... cómodo, como una canción instrumental que no necesita letra para sentirse llena de vida.
Pasamos por un puesto que vende lámparas hechas de papel, con lucecitas cálidas dentro, y el aire huele a maíz tostado y jabones artesanales. Ella se detiene un segundo, como si quisiera tomarle una foto mental al momento.
—¿Sabes qué? —dice de repente, sin mirarme—. Esto... esto es bonito.
—¿Qué cosa? ¿Las lámparas?
—No. Esto. Lo que estamos haciendo. Tú y yo —responde, mirándome ahora sí, con una expresión tan honesta que me hace sentir como si el corazón se me escurriera un poquito por el pecho.
No digo nada enseguida. Solo la miro. Es de esas cosas que no quieres arruinar con una respuesta torpe. Me rasco la nuca, medio nervioso, y sonrío.
—Sí... yo también lo he estado pensando —digo por fin—. Que esto, contigo, se siente diferente. Bien. Tranquilo pero... emocionante a la vez. Como cuando vas en una bici cuesta abajo y no sabes si gritar o reírte.
Ella se ríe bajito, bajando la mirada hacia su smoothie casi terminado.
—Yo no quería que me gustaras tanto —confiesa, jugando con el popote—. O bueno, no tan rápido. Pero aquí estoy, buscando excusas para verte más de dos veces por semana.
—¿Y si ya no buscamos excusas? —pregunto, suave, sintiendo el corazón latirme en la garganta—. ¿Y si solo nos vemos porque queremos?
Ella levanta la vista, con esa sonrisa que le sale solo cuando está a punto de decir algo tierno.
—Entonces mañana... no me pongas excusas para no verme.
Y así, como si fuera lo más simple del mundo, se me confirma que sí. Que todo esto es real. Que está pasando. Que Adellai, de verdad, está aquí, conmigo. Y yo, con ella.
Seguimos caminando entre los últimos puestos, ya con el mercado a medio cerrar. El cielo ya está más oscuro, y las luces cálidas de los faroles le dan al barrio esa vibra de película romántica que solo pasa una vez al mes. Ella se detiene a ver un perro que duerme dentro de una caja de cartón y le toma una foto en silencio.
—Oye —dice de pronto, con esa mirada traviesa que me empieza a conocer demasiado bien—, ¿quieres hacer algo tonto?
—Siempre. ¿Nivel "nos arrestan" o "solo corremos como idiotas"?
—Nivel "niños de primaria con exceso de tiempo libre" —responde, sonriendo—. ¿Ves esa casa de allá?
—¿La azul con reja blanca?
—Esa. Voy a tocar el timbre y salimos corriendo.
La miro. Parpadeo. Y me río.
—No tienes remedio.
—¿Te da miedo?
—No. Solo estoy evaluando si mis tenis aguantan una segunda ronda de cardio después del entrenamiento de hoy en taekwondo.
—Vamos. Por la ciencia. Por la adrenalina. Por el caos —dice, levantando su smoothie a modo de brindis antes de dejarlo en un bote de basura.
Yo hago lo mismo, y sin pensarlo mucho, nos acercamos agachados, como si eso nos hiciera invisibles. Está oscuro, no hay nadie cerca, y todo se siente absurdo y divertido al mismo tiempo.
—A la cuenta de tres —dice ella, lista para la misión—. Uno... dos...
Y en el "tres", toca el timbre con el dedo más suave de la historia, como si tuviera miedo de romperlo.
—¡Corre! —grita en susurro, y ambos salimos disparados como si fuéramos fugitivos del crimen.
Corremos por la banqueta entre risas contenidas, doblando la esquina como si nos persiguieran perros de ataque. Me duele el estómago de la risa y el esfuerzo, pero no me detengo. Ella va delante, soltando carcajadas ahogadas, con el cabello desordenado y la cara iluminada por la emoción.
Nos escondemos detrás de una camioneta vieja, agachados, jadeando de risa. Yo la miro. Ella me mira.
—Estamos bien idiotas —susurra.
—Y aún así, es el mejor viernes del mes.
Nos quedamos ahí, sentados en la banqueta, recuperando el aire, viendo cómo todo se calma otra vez. Y en ese silencio entre risas, con el corazón todavía acelerado, sé que acabo de guardar otro recuerdo que voy a querer repetir.
Después de unos minutos escondidos, cuando ya estamos seguros de que nadie salió a gritarnos desde la casa azul, nos levantamos aún riéndonos bajito, como si la risa se nos hubiera quedado pegada en la garganta. Caminamos de regreso a la plaza, con el corazón un poco más ligero y las mejillas todavía calientes, no sé si por el ejercicio o por estar tan cerca de ella.
—Imagínate que sí nos abrían —dice Adellai, con la voz todavía agitada.
—Yo tenía ya pensado decir que estábamos buscando a "doña Maru", que nos pasamos de casa por accidente —respondo, muy serio.
—Doña Maru no existe, ¿verdad?
—Claramente no. Pero si dices el nombre con suficiente seguridad, todo el mundo cree que sí.
Ella ríe otra vez, esa risa suya que suena como si el mundo se volviera más fácil. Caminamos por la banqueta estrecha, sin prisa, dejando que nuestros pasos se acomoden juntos sin tener que pensarlo. Me doy cuenta de que ya no hay distancia incómoda entre nosotros; si nuestros hombros se rozan, nadie se hace para un lado.
—¿Sabes? —dice de pronto, bajando un poco el tono—. Me hacía falta esto. Reírme así. Sentirme tan... libre.
—Y yo creí que solo te hacía falta una nieve —le digo, empujándola suavemente con el hombro.
—Eso también ayudó —responde, mirándome de reojo.
Pasamos frente a la panadería que esta justo antes de llegar a su casa. Todo tiene esa calma de viernes que huele a pan dulce y noche tibia.
—¿Te llevo a tu casa? —pregunto, cuando ya estamos por cruzar la calle de vuelta.
—No hace falta, estoy a unas calles. Pero si quieres acompañarme, no me quejo.
—¿Y si lo que quiero es estirar el momento un poco más?
—Entonces hazlo. Yo tampoco tengo prisa.
Así que caminamos más, por calles que hay alrededor de su casa, vagamos observando las calles que ya están medio vacías, con los faroles encendidos y los perros ladrando a lo lejos. No hablamos tanto ya, pero eso está bien. Hay silencios que dicen más que mil conversaciones.
Y yo solo pienso que ojalá todas las vueltas del mundo me traigan de regreso a una caminata como esta, con ella, en una noche cualquiera que se siente como algo inolvidable.
Llegamos nuevamente frente a su casa más pronto de lo que quería. El camino se me fue en un suspiro, como si el tiempo también supiera que ya no quiero que esta noche se acabe. Ella se detiene frente al portón y gira un poco para verme, con esa media sonrisa que ya me tiene de cabeza.
—Gracias por hoy —dice—. Me divertí un montón... aunque ahora estoy un poco paranoica de que alguien me siga desde la casa azul.
—Te protegeré —respondo, poniéndome en posición de karateca—. Nivel cinturón negro emocional.
Ella se ríe y baja la mirada, jugueteando con el borde de su mochila.
—Fue bonito... no solo lo de correr como fugitivos, sino todo. Contigo.
Trago saliva. Siento que mi corazón se está tomando este momento demasiado en serio. Me acerco un poco más, lo suficiente para que el aire entre nosotros se sienta distinto.
—Lo sé. A mí también me gustó. Es raro... pero contigo todo se siente menos complicado.
Se queda en silencio un segundo, como si estuviera decidiendo si decir lo que tiene en mente. Y lo dice.
—No sé qué somos todavía, pero... me gusta cómo se siente esto. Tú y yo. Me gusta quedarme con ganas de verte otra vez.
—Entonces... hagamos eso. No ponerle nombre a nada todavía. Solo seguir. Y ver hasta dónde llegamos —digo, sin dejar de mirarla.
Ella asiente, suave, y da un paso hacia la puerta.
—Entonces... ¿mañana?
—¿Mismo horario que ya te había dicho, mismo caos?
—Obvio.
Me mira otra vez. Duda. Por un segundo pienso que va a dar un paso hacia mí, que tal vez esta noche termina con un beso. Pero no. Solo me sonríe, esa sonrisa que se queda, aunque ya no esté.
—Buenas noches, Aiden.
—Buenas noches, Adellai.
Y cuando cierra la puerta con suavidad, me quedo parado ahí, como idiota feliz, repasando cada momento del día. Camino de regreso a casa sin dejar de sonreír. Porque sí. Porque ella. Porque esto
[Entrada no oficial del diario mental de Aiden Solís]
Viernes, 10:43 p.m.
Ya en casa
Estado actual: Sonrisa idiota activada. Nivel: máximo permitido por la ley.
Hoy salí con Adellai. Otra vez. Y aunque oficialmente no fue una cita, y aunque no dijimos nada grande ni cursi ni de esos momentos tipo película romántica con música de fondo, fue perfecto. Fue natural. Fue... ella.
La vi llegar con su mochilita y sus audífonos, como si no tuviera ni idea del desmadre bonito que me causa. Caminamos, tomamos smoothies, hizo que corriera como si tuviera siete años tocando timbres, y luego caminamos más, hablando de tonterías, de anillos y helados y cualquier cosa que nos diera excusa para alargar la tarde.
Y lo mejor fue cuando me dijo que le gustaba esto. Esto. Nosotros. Que se sentía bien.
Y yo por dentro queriéndome tatuar esa frase.
No somos nada. O bueno, no le hemos puesto nombre. Pero si esto es lo que se siente estar empezando a querer a alguien, entonces... sí, estoy en problemas. De los buenos.
Porque me quedé con ganas de más. De otra caminata. De otra carcajada. De otro "¿mañana?".
Y si me preguntas ahora mismo si me estoy enamorando, no te lo diría en voz alta.
Pero sí. Sí, universo. Esto ya va en serio.
Fin del reporte.
Aiden, el de los smoothies de mango y el corazón en la mano.
[POV de Adellai – 11:08 p.m., viernes por la noche]
Estoy acostada boca arriba en mi cama, con el cabello todavía medio húmedo por la regadera rápida que me di al llegar. Tengo la luz apagada, solo se ve el brillo tenue de mi lámpara, y el ventilador hace ese ruidito suave que me calma un poco el caos mental.
Todavía traigo puesta la blusa con la que salí. Huele a perfume, a calle, a aire fresco... y, no sé, a algo que me recuerda a él.
Cierro los ojos y vuelvo a verme ahí: caminando junto a Aiden entre los puestos del mercado, riéndome como mensa, tomando un smoothie de chocolate que él no entiende cómo me puede gustar tanto.
Y luego la parte tonta. La de tocar la puerta de una casa cualquiera como si tuviéramos ocho años y no dignidad. Salimos corriendo y él gritó "¡Corre!" como si de verdad tuviéramos algo que perder.
Me dolía el estómago de la risa. Me temblaban las piernas. Y no solo por correr.
Después... lo de la caminata de regreso. La plática suave. La confesión accidental. Las palabras que se me salieron como quien abre una ventana y se da cuenta de que no hace frío, sino todo lo contrario: está cálido. Seguro.
"Me hacía falta esto."
"Tú y yo."
Y él no se asustó. No se rió. No lo ignoró. Solo... respondió como si también hubiera estado esperando que yo lo dijera primero.
Y entonces dije "mañana". Y me escuché tan tranquila, como si no me estuviera temblando todo por dentro.
Abro los ojos. Miro mi techo.
Pienso en su sonrisa. En cómo me miró cuando creía que yo no lo notaba.
Y sí. Esto me está gustando más de lo que pensé. Más rápido de lo que planeé.
Y por una vez, no me da miedo.
Me da ganas de seguir con esto, hasta donde el momento nos lleve.