[Narrado por Aiden]
La sangre humana tenía muchas cualidades: podía curar, fortalecer, seducir. Pero la sangre de una bruja… la sangre de ella… era diferente.
Desde el momento en que el medallón selló el vínculo, algo dentro de mí cambió. No se trataba solo de poder. Era como si su alma hubiese entrelazado la mía y, por un instante, pude sentir lo que era el calor humano otra vez. El aroma de su magia seguía adherido a mis dedos, como incienso oscuro que no se disipa.
Me encontraba en la cripta bajo el viejo teatro, frente al espejo encantado que nunca reflejaba mi rostro, sino mis recuerdos más profundos. Mi pasado.
Las imágenes aparecieron como siempre, distorsionadas por el tiempo:Un campo de batalla cubierto de cenizas.Una mujer ardiendo bajo un cielo sin luna.Una promesa rota en el altar de un templo de piedra.
Y luego… yo, condenado por amor. Convertido en esto. En una criatura de sangre y sombra.
—¿Quién eras tú antes de ser Aiden? —la voz de Elena me sorprendió detrás de mí.
No la oí llegar, pero su presencia era inconfundible.—Un idiota enamorado de la persona equivocada —respondí sin girarme.
Se acercó con paso firme. La fuerza de su aura mágica era cada vez más intensa.—Y ahora… ¿tú y yo somos el error o el destino?
Por un segundo, no supe qué contestar. Lo que ella provocaba en mí no era solo deseo; era miedo. Porque por primera vez en siglos, no sabía si podía controlar el hambre… y no me refería a la sangre.
La atracción era insoportable.
Elena levantó la mano y tocó mi mejilla. La calidez de su piel contrastaba con mi frialdad inmortal.—Estoy aquí, Aiden. No huyas de mí —susurró, y sus labios rozaron los míos, suaves, llenos de intención.
Nos fundimos en un beso lento, profundo. Mi cuerpo tembló con una necesidad animal, y la suya respondió con igual intensidad. Cuando la recosté contra la piedra del altar y nuestras bocas se buscaron con hambre, su magia chispeó como fuego líquido entre nuestros cuerpos.
La ropa desapareció entre caricias apresuradas. La piel se encontró con la piel, y mi lengua trazó el contorno de su clavícula mientras ella jadeaba mi nombre. No había más tiempo. No había reglas. No había luz. Solo nosotros. Solo oscuridad. Solo placer.
Y al final, cuando los gemidos se disiparon y nuestros cuerpos colapsaron juntos sobre el suelo frío, supe que no había vuelta atrás.
Yo, Aiden, había cometido el mismo error otra vez.
Pero esta vez… no pensaba rendirme.