La bruma de la madrugada se extendía como un manto espectral sobre Carthya. Desde la azotea del edificio más alto, Morrigan observaba la ciudad con ojos que podían ver más allá de lo físico. Su cabello negro caía en cascada, contrastando con la piel blanca que parecía casi translúcida bajo la luna menguante. Era una figura envuelta en misterio y poder, una bruja cuyos secretos podían cambiar el curso de la historia.
En su mano, una varita tallada con símbolos arcanos, y en sus labios, un susurro que invocaba antiguos hechizos. Morrigan no solo vigilaba; ella manipulaba las piezas en el tablero sobrenatural de Carthya.
Los encuentros de Aiden y Elena habían activado cadenas invisibles. Las brujas de la congregación, sus hermanas de sangre, sentían el temblor de un cambio inminente. Morrigan sabía que debían actuar rápido, antes de que el equilibrio se rompiera irremediablemente.
Mientras sus pensamientos fluían, un mensajero se acercó por la calle oscura. Con pasos sigilosos, entregó a Morrigan un pergamino sellado con cera negra. La bruja rompió el sello con destreza y leyó el mensaje en voz baja:
"El linaje de Elena ha despertado. Su poder es más fuerte de lo previsto. Aiden no puede ser controlado. Proceder con cautela."
Un frío escalofrío recorrió la espalda de Morrigan. La joven hechicera representaba un peligro que podía poner en jaque siglos de dominio.
Con determinación, Morrigan comenzó a trazar círculos de poder sobre la azotea, invocando fuerzas que ni los vampiros podían comprender. En ese momento, en las sombras, un aliado inesperado observaba, dispuesto a intervenir cuando fuera necesario.
En otro punto de la ciudad, Elena despertaba en su apartamento, aún sintiendo el eco del encuentro con Aiden. La magia latente en su sangre vibraba, despertando sensaciones nuevas y desconocidas. No sabía qué la esperaba, pero dentro de ella una voz invisible le susurraba que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.