Capítulo 6: El Llamado del Abismo

Narrado por Elena

La sangre aún ardía en mis venas.

Habían pasado tres noches desde el pacto, y el mundo ya no se sentía igual. Carthya no se sentía igual. Todo estaba más nítido: los sonidos se multiplicaban en capas, los aromas se volvían notas complejas de perfume y podredumbre, y la magia… la magia fluía por mi piel como electricidad líquida.

Caminaba sola por el Callejón de los Vitrales, donde las casas encantadas susurraban nombres prohibidos en lenguas extintas. Había salido sin decirle a Aiden. Necesitaba pensar. O más bien… necesitaba sentir sin él cerca. Porque cuando él estaba, me costaba recordar dónde terminaba yo y dónde empezaba nosotros.

Una mujer apareció frente a mí, con una túnica púrpura y una mirada gélida. No tenía sombra.

—Bruja renacida —dijo—. Has despertado el ojo de los que vigilan.

—¿Quién eres?

—Una advertencia. El vínculo que has sellado va contra las leyes del Equilibrio. La sangre de los Antiguos no debe mezclarse. El caos acecha.

Intenté retroceder, pero el callejón se había cerrado tras de mí.

—¿Qué quieres decir con caos?

—El amor entre lo eterno y lo cíclico solo puede dar lugar a la ruina.

Antes de poder responder, la mujer desapareció en una lluvia de escarabajos negros. El Callejón quedó en silencio. Solo mi respiración agitada rompía la quietud.

Y entonces, en el fondo de mi pecho, sentí la vibración.

El llamado.

No era una voz, ni una orden. Era como si algo debajo de la tierra, debajo de mi conciencia, me reclamara. No desde el exterior… sino desde dentro.

Corrí. Corrí hasta el cementerio sur, guiada por un instinto más fuerte que el miedo.

Las criptas ancestrales estaban cubiertas por niebla, pero mis pies sabían a dónde ir. Me detuve frente a una tumba sellada con hierro. En el centro, un símbolo: el mismo que Aiden tenía marcado en su omóplato izquierdo.

Extendí mi mano. El hierro ardió, pero no retrocedí.

La losa se abrió con un gemido milenario. Una escalera descendía hacia la oscuridad.

Bajé.

Narrado por Morrigan

He visto muchas amantes. Algunas bellas, otras ingenuas, la mayoría condenadas. Pero ella

Elena no era una simple bruja. Era un nudo de magia ancestral envuelto en piel humana. Y lo peor —o lo mejor— es que no lo sabía aún.

La vi entrar en la cripta prohibida. Sonreí. La piedra había reconocido su sangre.

—El fénix despierta —susurré.

Me encontraba en el Salón de los Espejos Caídos, donde las brujas del aquelarre me esperaban en círculo. Todas jóvenes, poderosas y sedientas de respuestas.

—La conexión con el vampiro se ha completado —informé—. El vínculo es más fuerte de lo previsto. Ella ha activado el Umbral.

—¿Y si cruza? —preguntó Naeva, mi segunda.

—Entonces no podremos detenerla sin romper el equilibrio.

La verdad era otra: yo no quería detenerla.

Durante siglos, busqué la reencarnación de la Hechicera Carmesí, la única con poder suficiente para abrir las puertas del Reino Intermedio, donde duermen los dioses antiguos. Y Elena… era su eco.

Si jugaba bien mis cartas, su despertar me liberaría de mi maldición y me daría el trono que tanto merezco.

Solo había un obstáculo: Aiden.

Su amor por ella lo haría intervenir. No por nobleza, sino por miedo.

Por eso, envié a las Sombras Gemelas. No para matarla. Sino para herirla justo lo suficiente para que Aiden revelara lo que oculta.

Narrado por Aiden

Desperté de golpe. El pecho me ardía. Su miedo me había atravesado como un grito.

Salté desde el techo de la biblioteca, donde cazaba pensamientos ajenos, y me deslicé entre los tejados. Sentía su esencia como un hilo de oro ardiendo entre mis costillas. Corría hacia el cementerio sur.

Cuando la vi salir de la cripta, pálida y ensangrentada, supe que ya era tarde.

Dos figuras negras emergieron de la niebla: las Sombras Gemelas.

Sus movimientos eran perfectos. Espejos uno del otro. Armadas con dagas de hueso y lenguas cortadas, no hablaban. Solo mataban.

Me interpuse.

—No esta noche —gruñí.

Extendí mis manos y mi sombra se desplegó como alas de cuervo. La noche se agitó. El aire se volvió pesado. Los ojos de las gemelas brillaron en blanco.

Una me atacó por la derecha, la otra por la izquierda. Mi cuerpo se volvió vapor por un instante, y reaparecí detrás de ellas. Les corté los tendones con mis garras. Gritaron sin voz.

—¡Aiden! —la voz de Elena me rasgó el alma.

Giré. Ella tenía los ojos completamente negros. El medallón brillaba en su pecho como un corazón encendido.

—¿Qué viste? —le pregunté.

—Todo. La piedra, el símbolo, el abismo… y a ti. Pero eras distinto.

Mi sangre se heló.

—¿Cómo distinto?

—Tenías alas. Pero no eran de sombra. Eran de fuego.

Mierda.

Ella había visto mi forma verdadera.

La que ni siquiera Morrigan conocía.

Narrado por Elena

Esa noche, nos refugiamos en una cabaña abandonada en el bosque de los Olmos Retorcidos. Aiden estaba más silencioso que de costumbre.

—Tú sabes lo que soy, Elena —dijo finalmente, mientras observaba la llama titilante del hogar.

—Un vampiro.

—No solo eso.

—¿Qué más, Aiden?

Se levantó, quitándose la camisa. En su espalda, las cicatrices formaban un símbolo idéntico al de la piedra. Pero lo que me dejó sin aliento fue lo que vino después.

Se giró y sus ojos se tornaron dorados. Su piel brilló como obsidiana fundida. Y de su espalda brotaron alas… pero no de sombra. De fuego oscuro, como brasas vivas.

—Soy un nephilim.

La palabra cayó como un peso sobre mi pecho.

—¿Un híbrido?

—El último. Hijo de un arcángel caído y una humana marcada. Condenado por amar. Transformado por rabia.

—¿Y por qué nunca me lo dijiste?

—Porque tu alma me reconoce. Y si sabías quién era yo… quizás también sabrías quién eras tú.

Lo entendí entonces. No solo compartíamos un vínculo. Compartíamos un pasado.

—¿Nos hemos amado antes?

Él asintió con tristeza.

—En todas tus vidas.

El silencio se volvió más denso que el aire. Las brasas ardían sin quemar.

Me acerqué a él, y nuestras frentes se tocaron.—Entonces no me importa lo que seas. Ya no.

Sus labios se encontraron con los míos. Esta vez, no fue una explosión… fue un incendio contenido. Cada movimiento era una promesa. Cada caricia, una confesión.

Lo hice mío esa noche. Sin temor. Sin reservas.

Y cuando el amanecer nos encontró entrelazados, supe que no habría marcha atrás.

Estábamos destinados……o condenados.