En ese momento, al escuchar el nombre de su hermano —Oliver—, la sonrisa de William se desvaneció al instante. Su humor cambió como una tormenta silenciosa que se aproxima. Sus ojos se oscurecieron con algo más profundo, algo que no podía explicar en voz alta. Aunque él y Oliver habían crecido compartiendo todo —desde juguetes hasta secretos, desde peleas hasta perdones— había una cosa que William no estaba dispuesto a compartir. Ni siquiera con su propio hermano.
Cora.
Cora no era una chica cualquiera. Era la única mujer que hacía sentir a William como si fuera más que solo un heredero adinerado. Cuando ella le sonreía, él olvidaba todas las presiones que venían con el apellido familiar. Cuando ella lo miraba a los ojos, él se sentía visto —no por su apellido, no por el futuro que su padre había planeado, sino por quien realmente era. Y para William, ese era un sentimiento por el que valía la pena luchar.