El mes siguiente, todo parecía haberse calmado después del atentado. Aunque las cicatrices de lo ocurrido seguían frescas, el reloj de la vida continuaba su marcha y la familia Salvaterra no podía detenerse. Alice, a pesar de sus altibajos con Dere, volvía a su rutina diaria, retomando sus clases de modelaje, donde cada día perfeccionaba los secretos del mundo de la moda, un mundo al que había aspirado desde que era una niña. A su alrededor, el bullicio del trabajo seguía como siempre, pero su vida parecía haber recuperado la normalidad, al menos en la superficie.
El aroma del café recién hecho invadía la casa cada mañana mientras Alice se preparaba para salir. Su estilismo ya no era tan rebelde como antes; aunque se mantenía fiel a su estilo elegante, había algo diferente en ella. Había comenzado a cuidar más su apariencia, a tomar su vida más en serio, como si el atentado la hubiera despertado a una nueva realidad. En sus clases de modelaje, su evolución era notoria: sus movimientos se volvían cada vez más naturales, su presencia en el pasarela más poderosa.
Por otro lado, Maximiliano había regresado de su viaje a China. El magnate había estado durante varias semanas tratando con sus socios, negociando acuerdos millonarios y afianzando su imperio. Aunque nunca habló de lo sucedido, la tensión que había dejado el atentado seguía colándose en las conversaciones familiares. Afortunadamente, él y Alicia, quien ya comenzaba a recuperarse de sus heridas, habían podido regresar a la rutina de su trabajo.
La mansión Salvaterra, siempre imponente y majestuosa, se llenaba nuevamente de los ecos de reuniones de negocios, llamadas internacionales y el constante ir y venir de los empleados. Alicia, recuperada parcialmente, volvía a tener el control de los detalles del Hotel Salvaterra, el imperio hotelero que había sido construido con tanto esfuerzo y dedicación por Maximiliano. El hotel, un lugar de lujo que era reconocido mundialmente, seguía siendo la joya de la corona de los Salvaterra, y tanto Maximiliano como Alicia se dedicaban a mantener su imagen impecable.
Aunque Maximiliano había regresado, la sombra de la desconfianza aún flotaba sobre él. Su mente seguía inquieta, sabiendo que el atentado no había sido un simple incidente. Algo no encajaba. Pero Cristóbal Moncada, su socio en los negocios, se mantenía distante y sus conversaciones parecían naturales, como si nada hubiera pasado. Maximiliano no sospechaba de él aún, pero su intuición le decía que había algo detrás de todo esto, aunque no lograba ponerle nombre.
En el Hotel Salvaterra, la vuelta a la normalidad era palpable. Los empleados, vestidos impecablemente, se movían con la destreza y el respeto que el lugar exigía. Dere, su guardia de seguridad, también volvió a su rol habitual. A pesar de las tensiones con Alice, él continuaba con su tarea, vigilante, atento, implacable en su deber. El hecho de que Alice tratara de provocarlo todos los días ya no le afectaba tanto como antes, pero seguía notando una tensión en el aire entre ambos. A veces, cuando ella pasaba cerca de él, no podía evitar observar la forma en que sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y diversión. Era claro que Alice disfrutaba de ese juego de poder. Sin embargo, Dere se mantenía imperturbable. Sabía cuál era su misión y no iba a dejar que nada lo desviara de su camino.
Un día, después de una larga jornada de trabajo, Alice y Dere se encontraron en el jardín de la mansión. Ella estaba descansando bajo una sombrilla, observando la vida del hotel y la mansión a su alrededor, mientras Dere estaba de pie, con la mirada fija en el horizonte, vigilante.
Alice no pudo evitar romper el silencio con una sonrisa desafiante.
— ¿No tienes nada que hacer, Dere? — dijo, como siempre, con un tono de burla.
Dere giró la cabeza hacia ella, sin moverse de su posición.
— ¿Algo que deba hacer? No. Sólo te observo para asegurarme de que no te metas en problemas. — respondió de manera lacónica.
Alice, con la curiosidad que la caracterizaba, se levantó y caminó hacia él, colocándose justo frente a él.
— ¿Y si te digo que quiero que me sigas? — dijo, desafiándolo.
Dere la miró, un leve gesto de incomodidad cruzó su rostro, pero no dijo nada.
— Lo haré, pero no me hagas perder el tiempo, Alice. Sabes que no tengo nada que demostrar. — respondió, manteniendo la calma.
Alice, insatisfecha con su respuesta, decidió volver a la mansión. No obstante, el desafío en su interior no había desaparecido. La necesidad de saber si podía lograr que Dere cediera era demasiado fuerte. Y aunque él parecía inmune a sus provocaciones, algo en su interior le decía que había más en él de lo que aparentaba.