Alice no podía sacarse de la cabeza la mirada de Dere.
Ese segundo en el que sus ojos recorrieron su cuerpo, en el que su mandíbula se tensó, en el que su respiración cambió.
Había algo ahí.
Pero el muy bastardo se controlaba demasiado bien.
El problema era que Alice estaba acostumbrada a que los hombres cayeran a sus pies. Dere no.
Y eso la estaba volviendo loca.
La mañana siguiente
El sol entraba por los ventanales de la mansión cuando Alice bajó a desayunar. Llevaba un conjunto sencillo pero impecable: una blusa blanca de tirantes, falda de lino beige y sandalias doradas. Su cabello caía en ondas suaves, con esa despreocupación calculada que parecía natural pero en realidad le había tomado media hora lograr.
En la mesa del comedor, Alicia, su madre, estaba leyendo el periódico mientras tomaba café. Maximiliano, su padre, revisaba unos documentos.
— Buenos días, hija. ¿Dormiste bien? —preguntó su madre sin apartar la vista del periódico.
Alice sonrió de lado.
— Perfectamente.
Era mentira. Había dado vueltas en la cama pensando en un guardaespaldas terco con tatuajes demasiado atractivos.
Se sirvió café y tomó un croissant del centro de la mesa.
Dere estaba allí, de pie junto a la pared, con los brazos cruzados sobre su pecho.
Llevaba una camiseta negra ajustada que resaltaba su físico y un pantalón oscuro. Su mirada estaba fija en la nada, como si la conversación no le importara en lo absoluto.
Alice apoyó un codo en la mesa y lo observó con descaro mientras mordía el croissant.
Él ni siquiera la miró.
La ignoraba por completo.
Un pequeño fruncimiento apareció en su ceño.
No. Eso no lo iba a permitir.
— Mamá, papá, he decidido que quiero ir de compras hoy.
Maximiliano levantó la vista de sus documentos.
— Está bien, pero lleva a tu guardaespaldas.
Alice fingió sorpresa.
— ¿A Dere? ¿Para qué? Voy a un centro comercial, no a una zona de guerra.
Su padre la miró con dureza.
— Llevas a Dere. No hay discusión.
Alice suspiró con dramatismo y miró a Dere con fingida resignación.
— Bueno, guardaespaldas, parece que tendrás que cargarme las bolsas.
Por primera vez en la mañana, Dere la miró.
Fue solo un segundo.
Pero Alice lo sintió.
Y su sonrisa se ensanchó.
Horas después: en el centro comercial
Alice entró a una boutique de diseñador con paso elegante. Cristina y Rebeca, sus amigas, la acompañaban, emocionadas por la tarde de compras.
Dere estaba detrás de ellas, serio como siempre, con los brazos cruzados.
— Dios mío, Ali, es un pecado que un guardaespaldas así te siga a todas partes y no lo aproveches. —bromeó Rebeca en voz baja.
Cristina rió.
— Lo sé, lo sé. Es como tener un modelo de revista al lado todo el tiempo.
Alice sonrió con picardía.
— Chicas, chicas, recuerden que él es solo una sombra, no siente, no habla, no piensa… solo obedece.
Dere levantó una ceja.
Alice vio la reacción y casi rió en voz alta.
Ese comentario le había molestado.
Perfecto.
Se paseó entre los vestidos, tomando algunos para probarse. Cuando entró al probador, esperó un momento… y luego salió con el vestido más atrevido que encontró.
Era un vestido rojo de seda, con un escote de vértigo y una abertura en la pierna que llegaba hasta el muslo.
— Dios, Alice, con ese vestido podrías matar a un hombre. —dijo Cristina, asombrada.
— Ese es el punto.
Y entonces miró directamente a Dere.
Su expresión no cambió. Pero Alice notó cómo sus dedos se apretaron ligeramente en su brazo.
¿Celoso? ¿Molesto? ¿Divertido? No lo sabía. Pero había algo.
Y Alice estaba decidida a descubrirlo.