Leal

Logan caminaba en silencio entre las ruinas, con la mirada apagada y el cuerpo encorvado por el peso de la mochila. El bate colgaba de su mano derecha, manchado de cosas que prefería no recordar. A su lado, Max —pastor alemán de pelaje curtido y una cicatriz cruzándole el ojo derecho como una grieta en el cristal— avanzaba con la cabeza baja. Sujetaba con el arnés una mochila ligera y un bate de repuesto atado con cuerdas, golpeando su costado con cada paso.

La ciudad estaba muerta. Pero no vacía.

A media calle, junto a una fachada derruida, un oso pardo de dos metros se alzaba sobre sus patas traseras. Tenía los ojos encendidos en rojo. Un Rojo. Ya sin conciencia. Solo instinto.

Max gruñó, bajo, como si intentase decir algo sin hablar. Logan no respondió. Sus ojos se clavaron en una tapa de alcantarilla abierta, justo al lado del animal. Con un leve movimiento de cabeza señaló la dirección.

Max entendió.

El perro se alejó sin ruido, trazando un semicírculo por el lado opuesto. Cuando estuvo lo bastante cerca, ladró una sola vez. El oso se giró con violencia.

Logan ya se movía. Rápido. Silencioso.

Max corrió hacia la tapa. Saltó. Cayó dentro. Logan llegó dos segundos después. El oso, furioso, embistió. Logan no tuvo tiempo de cerrar. El hocico del animal se coló por la rendija, las fauces chocaban contra el hierro buscando carne. El aliento apestaba a sangre seca.

Un rugido.

Y entonces: crack.

El bate bajó con toda la rabia que Logan llevaba dentro. Una, dos, tres veces. Hasta que el cráneo del Rojo cedió. El animal cayó, inerte, con la cabeza abierta contra el borde.

Logan cerró la tapa con esfuerzo y se dejó caer dentro. Max lo esperaba en la oscuridad.

Ninguno dijo nada. Solo a lo lejos, un aullido respondió al eco del golpe.

El eco metálico de la tapa al cerrarse resonó por el túnel húmedo. Logan respiraba con dificultad, el corazón aún golpeando el pecho con fuerza. Se quedó quieto unos segundos, escuchando. Nada.

Solo el murmullo lejano del agua estancada.

Encendió su linterna. Un haz estrecho cortó la oscuridad, revelando paredes de ladrillo cubiertas de moho y tubos oxidados que parecían susurrar con cada goteo.

—Quieto, Max —susurró.

Se agachó junto al perro y con manos firmes rebuscó en la mochila atada al arnés. Extrajo una pequeña linterna cilíndrica, la ajustó en el lateral del arnés con una brida improvisada y la encendió. El rostro de Max se iluminó de lado, como un explorador en ruinas olvidadas.

Avanzaron.

El túnel olía a humedad vieja, como si los cadáveres del mundo anterior aún respiraran desde las sombras. Tras unos minutos de marcha, el conducto giró en un ángulo recto y se abrió en una sala más amplia, donde se apilaban bolsas de basura podridas y madera podrida.

Allí, en un rincón, alguien se movía.

Logan detuvo el paso. Max gruñó en voz baja.

Era un hombre. Tal vez cuarenta años. Sentado contra la pared, con la pierna vendada con una camiseta. La venda estaba empapada en sangre. La linterna de Logan iluminó algo que lo confirmó: los dedos del pie izquierdo estaban completamente negros. Carne muerta.

El hombre alzó la cabeza. Tenía la piel pálida, pero los ojos aún eran normales.

—Ayuda... por favor... —murmuró, voz temblorosa.

Logan no respondió. Dio un paso hacia él. Max no se movió.

—No quiero... no quiero convertirme... aún estoy aquí...

Logan sacó el bate. Sin violencia. Como quien abre una puerta. Lo levantó sobre el hombro.

—Espera, espera...

El sonido fue seco, rápido, definitivo.

El cráneo del hombre se partió con un crujido hueco, y su cuerpo cayó hacia un lado como un saco de trapos. Un último aliento se escapó de su garganta, sin forma, sin palabras.

Logan no miró el cadáver. Bajó el bate, lo limpió contra su propia ropa y siguió adelante.

Max lo siguió sin hacer ruido.

Subieron una pequeña rampa de mantenimiento y empujaron una puerta oxidada. Al otro lado, el túnel desembocaba en lo que alguna vez fue un sótano. Escaleras rotas subían a una doble puerta.

Logan se detuvo. Una mancha pintada en la pared aún se leía a duras penas bajo el polvo y el moho:

COLEGIO PÚBLICO VIRGEN DE LA PAZ.

Max alzó las orejas. Logan apagó su linterna y susurró:

—Estamos aquí.

Logan empujó la doble puerta con el hombro, haciendo que la madera astillada cediera con un crujido que retumbó en la entrada como una alerta. Esperó en silencio. Ningún ruido. Ningún movimiento.

Subió los escalones uno a uno. Max lo seguía, atento, con las orejas erguidas y el cuerpo tenso.

El interior del colegio olía a humedad, papel mojado y polvo viejo. Algunas ventanas estaban rotas. Las paredes, llenas de dibujos infantiles ya deformados por el tiempo. Había silencio. Un silencio enfermo.

La linterna de Logan se deslizaba por las paredes, buscando cualquier signo: sangre, pisadas, marcas. Nada.

Pasaron junto a una sala de profesores. Dentro, encontró una mochila escolar medio rota. Revisó el interior: una linterna sin pilas, una navaja multiusos oxidada, una manta térmica y una bolsa de caramelos endurecidos.

—No está mal —murmuró para sí. Se los guardó sin hacer ruido.

En una esquina del aula había una caja metálica de primeros auxilios. Vacía. Siempre estaban vacías.

Siguieron adelante. El pasillo principal daba a una escalera que subía al segundo piso. Logan se agachó de pronto. Max imitó el gesto, quieto.

Algo se movía más adelante. Entre los bancos del comedor.

Un ser pequeño, ágil. Orejas largas. Pelo blanco.

Un conejo.

Logan bajó la linterna. Esperó. Observó. El animal olfateaba el suelo, nervioso, sin señales de infección: ni ojos rojos, ni piel enferma. Solo un conejo normal. Vivo. Limpio. Carne.

Max lo notó también. Se tensó.

Logan asintió con la cabeza.

El perro salió disparado. Silencioso como una sombra. El conejo corrió, zigzagueando entre mesas y sillas. Logan no intervino. Solo lo siguió con la linterna, observando el caza y la presa bailar entre escombros.

Un golpe seco.

Silencio.

Max volvió con el conejo en la boca, muerto. Lo dejó a los pies de Logan, con la lengua fuera y el pecho agitado, esperando aprobación.

—Buen chico.

Logan se arrodilló y sacó un pequeño cuchillo de su cinturón. Lo limpió con un trapo, afiló el borde contra una mesa rota y empezó a preparar el animal.

No hablaban. No hacía falta.

En ese momento, en medio de un mundo podrido, habían encontrado algo que valía más que oro: una comida limpia.

Logan y Max encontraron una aula en ruinas con una única puerta aún entera y una ventana estrecha que daba al patio trasero, parcialmente cubierto por la vegetación. El lugar olía a polvo, pero no a muerte. Eso ya era una mejora.

Logan encendió una pequeña llama con un pedernal y unos trozos de papel viejo. Max se sentó a su lado mientras el fuego crepitaba con timidez. El conejo, ahora limpio y despiezado, chisporroteaba en una bandeja oxidada que Logan había encontrado en la cocina del colegio.

Comieron en silencio. Uno masticando despacio. El otro devorando con hambre contenida.

Después, Logan enrolló su manta térmica, se recostó contra la pared y cerró los ojos sin decir palabra. El bate seguía a su lado, como una extensión de su cuerpo.

Max se tumbó junto a la puerta. Con las orejas erguidas.

Y esperó.

La noche avanzó, arrastrando el frío como un espectro. Max no durmió. Sus ojos amarillos brillaban con el reflejo del fuego moribundo, fijos en la oscuridad del pasillo.

Entonces lo oyó.

Un paso. Luego otro. Ropa rozando pared. El crujido leve de una tabla mal pisada.

Max se puso de pie, sin hacer ruido. Caminó hasta Logan y le dio un leve empujón con el hocico. Una vez. Dos veces.

Logan abrió un ojo.

—¿Qué pasa?

Max miró a la puerta. Tenso. Quieta.

Y entonces, algo golpeó el pomo desde fuera. Una voz ronca, apenas un murmullo:

—¿Quién coño encendió fuego aquí?

Otra voz, más joven, respondió desde el pasillo:

—¿Creías que estaba vacío?

Pasos. Varios. Mínimo tres. No… cinco.

Logan se levantó en silencio, enrolló su manta con una mano, cogió el bate con la otra. Apagó la linterna. Se acercó a la puerta y se agachó para mirar por la rendija inferior.

Sombras. Botas. Armas blancas. Uno llevaba una máscara de metal oxidado. Otro, un hacha improvisada. Ningún infectado habría caminado así.

La puerta se abrió con un golpe seco.

Cinco hombres entraron. Ninguno parecía tener prisa, lo que los hacía más peligrosos. Caminaban como si ya hubieran ganado. El primero era ancho, con el pelo rapado y una cicatriz que le bajaba del párpado hasta el mentón. Llevaba un cuchillo de cocina grande como un machete. Otro iba cubierto con una chaqueta de cuero que había visto demasiados inviernos y demasiada sangre. El tercero tenía una máscara de hierro oxidado. Los dos últimos eran más jóvenes, con ojos vacíos de empatía.

Logan se mantenía inmóvil. Max a su lado, gruñendo bajo.

—Míralo —dijo el del cuchillo, señalando al perro—. ¿Un perro de verdad?

—Sí. De esos que no se convierten —añadió otro con voz ansiosa—. Es carne útil. Puede oler a los Huecos antes de que salgan.

—O puede servirnos de cebo —añadió el de la máscara.

Rieron. Una risa sin alegría.

El hombre del cuchillo dio un paso al frente.

—Vamos a ser generosos, chico. Nos dejas al perro y te dejamos largarte. Suelta al chucho y no te partimos el cráneo. Te lo juro.

Logan bajó la cabeza. No dijo nada. Dejó caer el bate al suelo con lentitud y levantó las manos.

—Vale… Está bien —murmuró.

Max se tensó.

—Tranquilo, chico —susurró Logan, mirando al perro sin emoción.

El de la chaqueta de cuero se acercó, sonriendo como si ya sintiera el triunfo bajo la piel.

—Buena elección. Vas a vivir, y el perro no va a sufrir tanto...

Alargó la mano.

En una fracción de segundo, Max saltó.

Un chasquido seco, húmedo. Un grito. La mano quedó colgando de la mandíbula del pastor alemán, los dedos cayendo al suelo como fruta podrida.

El hombre gritó como un cerdo degollado.

Logan no dudó. Alzó el bate. Impactó con toda la fuerza en el rostro del segundo más cercano. Sonó como romper un melón con un mazo. Dientes y sangre volaron al suelo.

El tercero, el de la máscara, sacó un puñal y corrió hacia Max. Logan se le cruzó. Bate contra hierro. La máscara aguantó el primer golpe, pero el segundo se lo partió en dos. La hoja cayó al suelo antes que el cuerpo.

Los otros dos se quedaron paralizados un segundo. Error fatal.

Logan fue hacia ellos como un animal.

El primero esquivó el bate por poco, pero recibió una patada en el pecho que lo estampó contra una mesa. Max embistió al último, derribándolo con un rugido. El suelo se llenó de sangre, de alaridos, de madera rota.

No hubo palabras.