La lluvia había empezado a caer con suavidad sobre los tejados del vecindario mientras Katagiri se sumía en el crepúsculo. Las clases habían terminado, y las luces de las aulas se apagaban lentamente mientras los estudiantes abandonaban el edificio. Kenji caminaba al lado de Miyamura, con la mochila cruzada en su espalda, hablando animadamente de una nueva fórmula que había descubierto la noche anterior. Miyamura lo escuchaba con una mezcla de interés y desconcierto. La facilidad con la que Kenji hablaba de temas complejos lo deslumbraba.
—¿Y tú cómo vas en matemáticas, Miyamura? —preguntó Kenji, deteniéndose a esperar que el semáforo peatonal cambiara.
—Eh… sobrevivo, supongo. —Izumi sonrió con torpeza—. Lo entiendo en clase, pero cuando llego a casa, todo se evapora. Es como si no lo hubiera escuchado.
Kenji frunció el ceño. Ese tono no era el de alguien que se rendía, sino el de alguien acostumbrado a pensar que no podía mejorar. No podía dejarlo así.
—Mañana en la tarde, en casa. Estudiaremos juntos. Yo me encargo. No aceptaré excusas.
Miyamura asintió, un poco intimidado por la firmeza de Kenji, pero también agradecido. Era difícil rechazarlo cuando su preocupación se sentía tan genuina.
Al día siguiente, tras compartir el almuerzo con Kyoko y Sota como de costumbre, Kenji llevó a Miyamura a su habitación. Ya era un espacio familiar para él, pero esa tarde se sentía distinta. Kenji se sentó frente a la pequeña mesa del estudio con dos tazas de té y una expresión seria.
—Vamos a empezar desde las bases. No me importa cuánto tiempo tome. Lo importante es que entiendas, no que memorices.
Durante dos horas, Kenji explicó con paciencia admirable. Usaba ejemplos, analogías y hasta dibujos simples que transformaban ecuaciones en escenas visuales. Miyamura, que al principio solo asentía, empezó a hacer preguntas, a resolver problemas solo. Verlo descubrir por sí mismo que podía hacerlo provocó una sonrisa casi paternal en Kenji.
—Eres mejor de lo que crees —le dijo al terminar—. Solo necesitas verte como realmente eres.
Miyamura bajó la mirada, tocado por esas palabras. No estaba acostumbrado a que alguien creyera en él de esa manera. Y sin embargo, ahí estaba Kenji, el hermano mayor perfecto, lleno de talentos y fuerza, invirtiendo su tiempo para ayudarlo sin pedir nada a cambio.
Esa noche, mientras caminaba de regreso a casa, Izumi pensó en todo lo que Kenji le había enseñado. Pero más allá de las matemáticas, sentía que había aprendido algo más valioso: que los lazos que había empezado a formar eran reales, cálidos, y por primera vez, permanentes.
Mientras tanto, en otro lado de la ciudad, Sakura observaba la lluvia caer desde su habitación. Había comenzado a escribir un ensayo, pero sus pensamientos la llevaban constantemente a un solo lugar: a Kenji. A su sonrisa calmada. A su voz profunda cuando le explicaba algo con entusiasmo. A su forma de proteger a Kyoko con una fuerza que no imponía miedo, sino seguridad.
Suspiró. Había comenzado a enamorarse, y lo sabía. No era un enamoramiento rápido o explosivo. Era algo que crecía lentamente, con raíces profundas. Y a la vez, la duda comenzaba a florecer junto al afecto: ¿sería capaz de expresar lo que sentía algún día?
Los días siguientes fueron intensos. Kenji equilibraba las prácticas con la banda, sus estudios avanzados y ahora las tutorías a Miyamura. La música, sin embargo, se había vuelto una vía de escape perfecta. Con Iura y Ishikawa formando la base instrumental junto a él, el grupo empezaba a encontrar un estilo propio. No era solo una afición, era pasión.
Una tarde de ensayo, Kenji bajó el bajo después de una progresión particularmente buena.
—¿Han pensado en un nombre para la banda?
Iura giró su guitarra distraídamente, luego sonrió.
—¿Y si nos llamamos “Katagiri Pulse”? Como si capturáramos el pulso de la escuela.
Ishikawa levantó una ceja.
—Podría ser peor.
Kenji asintió.
—Está decidido. “Katagiri Pulse” nace hoy.
Poco sabían ellos que ese nombre empezaría a sonar más allá de los pasillos del instituto. Las grabaciones de sus ensayos se estaban comenzando a compartir por redes sociales. Y sin quererlo, ya eran el murmullo de fondo de una generación entera.
En los pasillos de Katagiri, sin embargo, otro tipo de latido comenzaba a crecer. Kyoko Hori, sentada junto a Miyamura en la biblioteca, lo observaba resolver un problema que días atrás le habría costado horrores. Se sentía orgullosa, sí, pero también conmovida. Lo veía esforzarse, progresar, sonreír más.
—Oye, Izumi —murmuró de pronto—. Me alegra que estés viniendo a casa… y no solo por Sota o por mis padres.
Miyamura la miró en silencio, con un leve rubor.
—A mí también me alegra. Mucho.
Ambos se quedaron así, en una burbuja de calma, sin saber aún que esos pequeños momentos estaban trazando un camino inevitable hacia algo más profundo.
Mientras tanto, Kenji pasaba frente a la biblioteca, deteniéndose solo un segundo para ver a los dos jóvenes sonreírse de esa forma tan torpe como sincera. Asintió para sí. Iban bien. Muy bien.
Y luego, como si el destino jugara su carta, una figura más pequeña lo observaba desde la esquina del pasillo: Sawada. Había venido a devolver un libro y justo lo vio pasar. Alto, fuerte, con esa expresión tan parecida a la de Hori… y a la vez, tan distinta. Por un instante, su corazón dio un vuelco. No sabía por qué. No todavía.
Pero algo se había encendido.
Y no se apagaría fácilmente.